Todo el mundo sabe que la Navidad empieza cuando lo dicen los niños de San Ildefonso y no cuando lo deciden los centros comerciales o la Coca Cola. De modo que hoy y no antes, realmente podemos decir que nos hallamos inmersos en la época más entrañable del año. Ya sé que a muchos no les gusta, por aquello de la melancolía y la añoranza por quienes se han marchado, pero ¿qué quieren que les diga?, pasear por la ciudad bajo las luces navideñas, visitar belenes, y ver la cara de ilusión de los más pequeños en estas fechas en las que se hacen cosas que no se reproducen el resto del año, es de los pocos placeres que nada nos puede quitar, ni siquiera los políticos, y mira que algunos se esfuerzan en ello, pero ni por esas. Tampoco van a poder arrebatarnos la felicidad de estas fechas los cobardes que viven con el único objetivo de que los demás no lo hagamos, físicamente o en sentido metafórico. Los que tenemos ya cierta edad nos criamos con el terrorismo como algo habitual en nuestras vidas y como un riesgo cierto que podía dañarnos en cualquier momento y ahora, después de una pequeña tregua, volvemos a estar en ese punto, tal vez de otra manera, pero acechando nuestra paz y nuestra libertad.
Es verdad que esta condición de entrañable, en ocasiones se torna en ñoñería y que estas fechas son propicias para abrazarse a las farolas y con quienes el resto del año nos cruzamos sin tan siquiera mirarnos a la cara. Ocurre en todos los ámbitos de la sociedad, también en cofradías. Y he de reconocer que esta es una de las pocas cosas que me disgustan de la Navidad. No acabo de entender por qué en estas fechas es imprescindible derrochar afecto con quienes el resto del año son perfectamente desconocidos o peor aún, con quienes habitualmente existe una mala relación. Es una especie de tregua ficticia que generalmente carece de más desarrollo que lo que duran las luces del árbol encendidas. Tendría sentido, si la llegada de estas fechas se erigiesen en una suerte de frontera figurada a partir de la cual nos perdonásemos mutuamente nuestras faltas y nos decidiésemos de una vez a comportarnos como cristianos. Pero no, esto es como las promesas de ir al gimnasio tras los excesos navideños, pocas veces suelen materializarse más allá de unos pocos días de esfuerzo tras los fastos y las interminables comilonas.
Por lo que a mí respecta, lo más maravilloso de estas fiestas es la cara de los niños, y los no tan niños que aunque lo vivan de otro modo, cosa de los misterios desvelados, mantienen esa ilusión infantil mientras la adolescencia pervive en sus espíritus. Tal vez más tarde, cuando los años van cumpliéndose de manera inmisericorde, la ilusión se va difuminando a fuerza de golpearse contra el muro de la lucha cotidiana y sobre todo cuando una se detiene a repasar mentalmente lo que fue y ya no puede ser y sobre todo quienes estuvieron y ya no están. Es cuando nos invade esta cálida melancolía en que paulatinamente se va convirtiendo la original tristeza, y se cierran los ojos para abandonarse en los brazos del recuerdo que siempre, invariablemente, nos parece mejor que el presente. La misma sensación que experimentarán nuestros hijos cuando añoren estos años que para ellos siempre serán sus mejores navidades.
Luego llegará la Cuaresma, casi inmediatamente después de la espalda de Baltasar, y los cofrades nos embarcaremos en un nuestro particular barco de sueños para mecernos en la inagotable fusión de sentimientos que configura nuestro universo. Comenzarán a sonar las marchas y el rachear costalero en la lejanía de las noches de ensayo y lentamente, la primavera y su inconfundible olor a azahar, se abrirá camino por los rincones para precipitarse en nuestras almas camino del Domingo de Ramos. Y será justamente entonces cuando algunos nos preguntaremos dónde habrán quedado las buenas intenciones y los abrazos fingidos, cuando se abandonen en el olvido de las riñas taberneras y las luchas palaciegas. Cuando el prescindible y al parecer irremediable desapego cotidiano nos haga olvidar a todos que semanas atrás, aquél al que no tenemos empacho alguno en despellejar por obra y gracia de una vara dorada o un llamador pareció ser nuestro hermano. Ojalá la Navidad se vistiese de realidad y se quedase a reinar para siempre en nuestros corazones. En un día como hoy, ya saben, el día universal de la salud, este es el mejor premio que todos podríamos recibir. Pero que nadie olvide que para que toque premio es imprescindible comprar décimos, de modo que si realmente deseamos cambiar el mundo que nos rodea, empecemos a poner desde ya nuestro granito de arena, para que tal vez un día, llámenme infeliz, lleguemos a comportarnos con quienes nos rodean como si siempre fuese Navidad.
He dicho
Sonia Moreno