Independientemente de los tiempos que corren – o que supuestamente corren – no constituye novedad alguna el hecho de que realizar una crítica (constructiva), dar una sincera opinión o hablar de determinados asuntos de interés colectivo no sea a menudo bien recibido por una abrumadora cantidad de gente.
Cuando uno comete el atrevimiento de manifestar públicamente su parecer o denunciar cualquier tipo de falta aunque sea de modo meramente informativo, ha de haberse preparado previamente para convertirse en un perfecto objeto de unas represalias que a veces se materializan incluso en forma de veto.
Y así, progresivamente, van acumulándose las tensiones, incrementándose las sospechas entre unos y otros, obligando con ello a que muchos acaben hablando entre dientes y susurros por temor a ser escuchados por cualquier persona indeseada. Esta lamentable situación termina traduciéndose en grandes dosis de hostilidad entre muy diversos círculos y con esto en una confianza muy menguada cuyas consecuencias termina sufriendo el buen funcionamiento de la comunidad cofrade, más convertida en pequeñas tertulias de tráfico de información llenas de “que no salga de aquí”, “no digas que te he dicho” y secretismo en definitiva.
Aunque si bien el miedo de muchos a que algo sea de dominio público por una simple cuestión de intereses y orgullos comprometidos y las medidas que estos decidan tomar sean con frecuencia absurdas, es igualmente innegable que por ahí circula otra cierta cantidad de personas, casi omnipresentes, que escondidas detrás de una sonrisa, buenos modales y oportunos contactos se dedican a traer y llevar de un lado a otro según sea su conveniencia o la sencilla tentación de tener que estar en misa y repicando.
A fin de cuentas, más vale no perder a esas personas de vista, fácilmente reconocibles por la palpable satisfacción que se desprende de ellos una vez que sueltan el chisme – muy distinto de transmitir sin más una información de interés general – así como por las infinitas y soberbias licencias que se conceden a sí mismos para opinar hasta de lo que ni saben ni les importa como si ellos estuviesen por encima del bien y del mal, solamente movidos por una evidente necesidad de protagonismo, pero protagonismo en “petit comité”, pues de otra forma otros se percatarían de que estos individuos no son tan dignos de confianza como quieren parecer.
Sin embargo, las atenciones de los más temerosos siguen puestas en las personas erróneas, olvidando con esto aquel famoso refrán que tan sabiamente decía “del toro manso me libre Dios, que del bravo me libro yo”.
Esther Mª Ojeda