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miércoles, 18 de septiembre de 2013

El reloj no impidió a una gran multitud arropar a las cofradías hasta las seis de la madrugada

A la ciudad se le pararon los relojes, se le escapó la lógica que ordena la vigilia y el sueño para fundirse en un arrebato de sentimientos, rezo y deleite, sin la sombra de la prudencia ni la contención. Como si hubiesen escuchado las palabras del Señor de la Oración en el Huerto: «Velad y orad para no caer en tentación». Como si hubiera que acompañar con la Virgen de las Angustias al Hijo muerto antes de enterrarlo. Como si el aria de Puccini se hubiera hecho sacra y al conjuro de aquel «Nessum dorma», que anuncia victoria los amantes de las cofradías y los cristianos activos hubieran partido peras con el cansancio para no poder dejar de admirar lo que tenían delante de los ojos, sin las cortapisas de pensar en retrasos. Un sueño hecho realidad para los despiertos.

La vuelta a casa de las cofradías que participaron en el Via Crucis Magno fue larga y gozosa, con demora pero también con calles llenas, hasta el amanecer, pero con las imágenes arropadas por el entusiasmo, en una madrugada insomne que la ciudad se debía a sí misma, aunque se quedara en las mismas puertas del alba. «Nessum dorma», decía la canción, ahora sagrada, que hacía olvidar que las cofradías salían de la Catedral con dos horas de retraso, ya pasado el 14 de septiembre y bien llegado el nuevo día que tendría sabor a casi Semana Santa soñada.

La plaza de la Compañía recibió al Santo Sepulcro al filo de las dos de la madrugada, sin alterar la severa ternura con que se acunaba al titular, y más o menos por aquellas horas el Señor de Pasión estaba de vuelta en su barrio. Poco después volvían el Cristo del Amor y el del Descendimiento hacia sus barrios por el Puente Romano, cerrado poco antes y hasta entonces un simple espectador de lujo de un día para la historia.


Pero la noche era de relojes parados, cerrada a las señales de la luna para no pensar en la hora ni en lo que faltaba para que tanta belleza y emoción se esfumara. Si había sido riada de gente hacía pocas horas, por la tarde, la calle de la Feria era otra vez mar de cabezas que no podían creer, aunque supieran lo que tenían delante, la rápida procesión de tantas imágenes en tan poco tiempo. El Señor de la Redención, a paso ligero, de vuelta al barrio que esperaba. El Rescatado, grave y solemne, ahora con la agrupación musical Cristo de Gracia, entusiasmada de acompañar al venerado Cautivo. Un poco más allá subía Jesús Caído, en la zona más oscura y misteriosa de una calle donde los naranjos crecen lo mismo para ofrecer azahar que para nublar las farolas y dejar en penumbra los sitios para embellecer a las cofradías. «Nessum dorma», seguía diciendo el mandato. «Velad y orad», repetía Jesús Caído, ahora de la mirada entristecida, lo que había recordado poco antes en el Huerto.

Nadie dormía tampoco en el cruce con la calle Cardenal González, donde llegaba con toda majestad el misterio de Humildad y Paciencia. Se recreó en el giro al son de la música y quien hubiese llegado un poco más tarde debía tener cuidado con no molestar a los que aguardasen durante mucho más tiempo. Hacia Lucano, de camino a San Pedro, se dirigía, con toda melancólica elegancia, el Cristo de la Expiración, estrenando el faldón frontal bordado.

Precisamente allí, cuando no se veía terminar el río de gente, había quién miraba el reloj y veía que eran las tres de la mañana, y una voz decía de inmediato que no importaba.

Bandera de victoria

El Señor Resucitado caminaba, agitando una sábana blanca que parecía bandera victoriosa, acunado por la espectacular trompetería de la banda, y en Córdoba nadie dormía, como en la noche en que se hizo realidad lo que representa. La concentración se despejaba, pero no el público con las cofradías. «Nessum dorma».

El Cristo del Remedio de Ánimas siguió por Lucano camino de casa, convocando una madrugada mucho más íntima. Al subir sin concesiones la calle de la Feria, «Amarguras» arropaba el llanto de la Virgen de las Angustias, que levantaba comentarios de admiración entre los muchos visitantes de fuera de la ciudad. Entró en San Pablo un poco antes de las cuatro de la madrugada, casi al mismo tiempo en que Jesús de las Penas pasaba ante Ella para buscar la calle de San Pablo y la entrada en San Andrés. Estampas imposibles que habrá guardar porque nadie sabe si repetirán alguna vez.

Había entrado con sobriedad la Sentencia poco antes, hacia San Álvaro iba el misterio de Humildad y Paciencia, y a pocos metros llegaba la Reina de los Mártires, la última en salir, radiante de belleza y de alegría, intacta en las rosas y la cera rizada, mientras las cornetas le cantaban con la misma emoción que los flecos de bellota de todas las Madrugadas. Se agotaba el Via Crucis Magno y nadie parecía querer. Llegaban noticias: el Resucitado entraba a las cuatro y media, la misma hora de la Redención. Jesús Caído, a las cinco y diez, más o menos cuando San Hipólito recibía a su Dolorosa bajo palio y la Expiración buscaba San Pablo. Se hacía Miércoles Santo en los jardines de Colón. El Señor de la Humildad y Paciencia visitó su fuente y entró al filo de las seis de la mañana, pero no hubo asomo de desfallecimiento. El aria sacra lo decía al final: «Al alba venceré».





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