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miércoles, 12 de marzo de 2014

La Voz de la Inexperiencia: Y habitó entre nosotros


Como cuando era pequeña y llegaba a clase el lunes contando a mis amigos lo que había hecho ese fin de semana, recapitulando todas las risas y las sonrisas que se habían quedado grabadas en mi retina. Así es como me encuentro ahora mismo, he sentido tantas cosas estos últimos tres días que no sé cómo transmitir tanto. 

Una marea de sentimientos, como una avalancha, me ahoga, déjame, necesito salir, ¡SALIR!, respirar, qué pasa, no lo entiendo, yo estaba, yo tenía todo bajo mi dominio, qué me ocurre, estoy desconcertada, mi cuerpo parece tener un imán que me lleva al suelo, me pesa más de lo normal, los párpados son telones de acero, el pulso está demasiado tranquilo, parece que todo ha pasado, lo escucho lejos, allí, no, aquí. Desperté. Desperté como agonizando, con una fuerte presión en el pecho, qué calvario, qué cruz… ¿Qué pasa? Espera… Deja que organice mis ideas, comencemos…

Amanece un sábado, pleno sol, invitación a mis patios, a mi San Francisco, para ver el futuro cada vez menos incierto. “Cada uno de su padre y de su madre” decía mi hermano, Rafa Bracero mientras fruncía el ceño movía a los niños una y otra vez. “Cabeza, no muevas más a los chiquillos”, más de un suspiro escuché, pequeños pensaba yo, pequeños que se han levantado esta mañana con la ilusión de jugar a la casita de madera. Algunos, ya expertos dentro de su corta existencia, se localizaban en la fila de ‘antiguos costaleros’, vete tú a saber la antigüedad de cada uno, un año, dos… Cómo crecen mis niños, hace unos años era yo una niña, una niña que iba a ver los ensayos de quienes ahora guían el sentir de ese puñaíto de corazoncitos. Me quedo de este día con aquellos que intentaban ponerse erguidos para parecer más altos, aquellos para los que un “niño, ¿cuánto mide este a cuello?”, era toda una incógnita, y mis preferidos, cómo no, aquellos que andan aún un poco perdidos y entre tanto paseo del que mandaba aquella mañana, Rafalín, estaban tratando de buscar su sitio. 


Esa mañana, se respiraba inocencia. 

«¡A casa! ¡A casa, que no llego!, ¡por Dios, que voy tarde, cogedme un cirio!» Llegué, a mi hora, a tiempo para formar el cortejo que acompañaría al Cristo de la Caridad en el Vía Crucis de Hermandades. Qué gozo, gozo fue acompañar al Señor, con mis idas y venidas, pero con mi gente, con alguna que otra lágrima, pero luciendo sonrisa, con el sol de cara, pero mirando al frente. Gracias por dejar que la luz del cirio, que despintaba mis manos, alumbrase su camino.

Fiesta de Regla, de nuevo me dirijo a la hermandad para ataviarme con la ropa de acólito, sí, mi Cofradía sigue confiando en mí, gracias. Tras encender el cirial y repasar algunos aspectos, comienza la misa. No fue la primera misa a la que asistí, ni los primeros cultos de mi Señor, ni la primera vez que gozaba de aquel papel privilegiado, pero ese día afronté la eucaristía de manera distinta. Durante una hora y media me olvidé de que la Iglesia estaba repleta de gente, lo miraba a Él y encontraba respuestas a todas esas preguntas. Y el verbo se hizo carne, eso sentí cuando el reverendo Joaquín Alberto pronunciaba su homilía, parece que la había confeccionado a mi medida, y lloré, lloré como un niño pequeño al nacer, lloré ante sus ojos, lloré sin más, jugando con las manos a sostener el cirial, pude enjugarme las lágrimas, acto seguido, mi Paco, pilar fundamental por el que el Grupo Joven sigue vigente, me mandaba miradas de absoluta ternura. Gracias, Paco, amigo.

Fue así que me purifiqué, sentí como si de mis ojos brotase agua bendita, qué cerca te sentí, creo que fuiste tú, Padre, el que logró que no se percatasen de mis lágrimas, así como el que alertó a mi padre terrenal para que viniera a darme su apoyo. 

Esto no acaba aquí, aún me quedaba una ilusión más por cumplir, viendo como imponían las medallas a chiquitines que no podían llegar andando por su propio pie al altar, me sentí parte de aquella hermandad, una parte insignificante, pero presente. Tras escuchar mi nombre, mi padre cogió con fuerza mi mano y me acompañó, la imposición de la medalla sería para mí también, agarraba yo entonces su mano con fuerza, Joaquín, gracias por la sonrisa que me regalaste, sé que eras en ese momento su intermediario. 

Ahora, el broche de mis días tiene un cordón verde y blanco, el cáliz, las ramitas de romero, la medalla de mi Huerto.

… Así me desperté de aquella pesadilla, sintiendo el calor en el rostro después de una bofetá, solo que a mí me la daba el viento, a Él se la dio la vida,  padeciendo como muerto, yaciendo en mi lecho, aún testigo de la sangre caliente que recorre mi cuerpo, te sentí, sentí tu agonía, Señor, con la diferencia de que yo pude darme la vuelta y seguir durmiendo, y tú, tuviste que entregarte para que yo pudiera alcanzar mis sueños. 

María Giraldo Cecilia















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