Atrás van quedando los días como una cuenta cadenciosa que los ve pasar entre la emoción y el apego aferrado a cada segundo. El sol y la luna alumbran los sentidos que se dejan llevar por esa primavera infinita que es la Semana Santa. Ahora, crecidos ante el presente esplendoroso, la incertidumbre, las lágrimas, la frustración… En definitiva, la lluvia y las nubes quedan en un pasado muy lejano. Y cada uno de estos cincos días ganados a la existencia se disfrutan con más ganas que la primera vez. Las calles huelen a luz, las paredes proyectan la fe, los templos parecen renovados y los pasos, intactos, ante la mirada del devoto que renueva la actualidad de las Imágenes que tanto se veneran. La ciudad es otra, casi mejor, casi como siempre para este cronista que la observa con una admiración fuera de toda duda a lo que fue, pero con el deseo casi utópico de verla emerger una vez más.
No duda el cronista de la belleza plástica de la Cena,
mientras espera a la Esperanza del Valle. No duda este relato de la
majestuosidad serena de Jesús Caído, ni mucho menos. No duda la narración de
que el misterio de la Caridad dicta los cánones perfectos de la escultura.
Tampoco lo hace del Nazareno ni de la Virgen esplendorosa –indescriptible- que
lo sigue. Como no lo haría de la rotundidad latente del Cristo de Gracia del
que fue costalero. Y, menos aún, del grupo escultórico de las Angustias que
supuso el colofón en la trayectoria vital de Juan de Mesa –al menos, para un
servidor del que poco vale su opinión- el mejor imaginero que conocieron y
conocerán estas latitudes.
En definitiva, el Jueves Santo es la mejor realidad posible
de nuestra Semana Santa, aunque discurra con cortejos paralelos de “penitentes”
vestidos de calle, cortejos de penitentes de verdad o nazarenos cada vez más
escasos cuantitativamente y de un sinfín de detalles a los que habrá que dar
días y reposo.
Pero las sombras se desvanece ante su luz. Y en estas estaba
cuando iba la Cena con su banda de viento metal abriendo camino a la Cruz de
Guía, abriendo la luz de la tarde y proyectando su luna a la vuelta cuando la
Trinidad refleja su pasado y más allá del paseo de la Victoria se abre su
presente y su futuro de par en par. Un futuro que, inevitablemente, en la jornada
del Jueves Santo mira atrás y deja su estampa en blanco y negro, como si de un
grabado se tratase, en la cofradía de Jesús Nazareno, en sus Titulares que
parecen languidecer y proyectar a la vez una veneración antigua.
Todo es rito clásico. Todo es así el Jueves. Todo es Caído,
Esparraguero o Señor de la Caridad. Desde tres puntos distantes confluyen en la
ciudad en un paso natural hacia ella, hacia la historia que atesoran en la
gente que los ha ido mirando a su paso esta noche. gente, público fiel, que no
lo es ni tan siquiera porque son una pieza más en el engranaje místico de tres
Imágenes que son historia viva, acervo de cada generación que nos precedió, de
cada generación que está en camino, de cada Jueves que por sí mismas lo hacen
Santo para añadir un renglón más a sus historia que no conoce el punto y
aparte.
El resplandor se fortalecía por San Agustín y, como si el
paréntesis no hubiese existido, las Angustias volvía a salir de su sede natural
como si el tiempo volviese atrás y van quedando los días como una cuenta
cadenciosa que los ve pasar entre la emoción y el apego aferrado a cada
segundo.
Una luz y sus sombras han caminado por este día en que las
tallas emblemáticas y devocionales todo lo pueden, aunque en la retina de este
cronista queden retrasos a la entrada de la carrera oficial, la auténtica,
porque de la Catedral no se habla en el idioma del Jueves Santo; túnicas que
nos retrotraen en el tiempo y en el gusto; giros musicales que nunca debieron
justificarse; estéticas atrasadas; nazarenos de corta estatura o edad; la
ausencia de silencio entre los espectadores… En fin, todo entra y todo sale.
Sin embargo, el Viernes Santo nos ha alcanzado y, antes de
que todo concluya, la Buena Muerte esperaba a este cronista. La hermandad que
calla al silencio, en la que se escucha el racheo incesante de los pies que
brotan del piso y se deslizan a su través, en la que el sonido del fleco de
bellota de su Reina me recuerda a Guillermo y a Joaquín. Todo está acabando.