Cae la tarde entre la honda tiniebla inquebrantable. En el interior de las casas enlutadas se escucha a alguien musitar una plegaria ancestral, mientras fuera el aire tibio trae la primera brizna del olor a tierra mojada. Las plañideras lloran el día aciago de Jerusalén. Los Santos Varones lo bajan de la Cruz. La Madre y el Discípulo amado lo aguardan entre lamentos. Los párpados enrojecidos, la piel fuera de sí ya no es sino parte del lamento. Alguien en la distancia contempla la escena sin alcanzar a comprender cómo puede suceder algo así y ve a María llorar en la soledad de su desconsuelo. El sonido de los clavos, liberando manos y pies, es aterrador. El cuerpo inerte acongoja los sentidos de ese espectador distante que sigue buscando una respuesta en mitad de la conmoción. El cielo es más oscuro y el agua irrumpe con fuerza. Sobre los pies no hay sensación de frío ni humedad, solo desamparo, desesperación.
El cortejo luctuoso inicia su marcha en silencio. Solo el
sonido de los pies otorga visos de realidad al momento. Caminan hacia el
Sepulcro y él los sigue sin saber muy bien por qué, pero camina. No puede
detenerse.
Por el camino reflexiona sobre cómo un hombre puede ser
maltratado así. Si es el Hijo de Dios, se interroga, por qué. Y cree tener la
certeza de que es eso mismo, el Hijo del Hombre, la esperanza certera para
unos, el temor a la inmensidad para otros que hacen del mundo un lugar al que
temer. Y así todo parece ahora desolación, caminando por el páramo hacia el
túmulo solitario. Solo charcos y arena. Oscuridad y angustia. Una tristeza
infinita al contemplar la injusticia que envilece a este mundo de caminantes.
Los observa adentrarse y salir sin su cuerpo, mientras la
roca cubre la entrada para sellar el silencio perpetuo.
Los ve partir entre el abatimiento. Se acerca lentamente al
catafalco y se arrodilla. Musita una frase que ha escuchado antes. Primero casi
inapreciable, después con fuerza; acaba de decidir que no le importa quién lo
escuche o que consecuencias pueda tener: “Señor, en tus manos encomiendo mi
espíritu”.
La escena se le repite una y otra vez tras el antifaz.
Avanza decidido por San Fernando. La estación de penitencia va cerrando su
proceso y ya, bajo su túnica, no hay miedo ni cansancio. Da igual que los demás
lo cuestionen por él sabe cuál es su camino. Da igual que no haya esperanza
porque en su mirada sí la hay. Y da igual que lo enterraran,, porque sabe que no
está muerto, porque su Sepulcro está vacío.