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martes, 8 de abril de 2014

Nisán: XXXV La Mortaja


Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente, por temor al sanedrín, pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y aloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos. Jn 19 38-40

He depositado delicadamente tu cuerpo en un lecho de flores, para purificar tus heridas con silenciosas plegarias. Superado el miedo que me atormentaba, he recogido tu divinidad martirizada, para bendecir tu cuerpo con el bálsamo de mis oraciones en una eucaristía de lágrimas y envolviéndolo en el sudario de mi alma para darle sagrada sepultura.

Y a medida que limpio la sangre de tus laceraciones, observo tu epidermis maltratada y me cuestiono dónde se encuentra el límite de la crueldad humana. De qué manantial de odio bebió el discípulo que te vendió por unas miserables monedas, el sanedrín que te acusó con mentiras, el rey títere que pretendió humillarte, el gobernador que lavó sus manos en una palangana de indiferencia, el populacho que te entregó a cambio de un bandido. Todos ellos te enviaron al cadalso. Pero sobre todo, Señor, me pregunto cómo pudimos abandonarte los tuyos, darte la espalda y condenarte a la negación y el olvido mientras dabas tu vida por nosotros. Se que es humano plegarse al miedo, pero ojalá pudiera haberlo vencido y sacrificarme a tu lado, como una más de las olas que se sacrifican en la playa de mi conciencia, por ti, por tu Nombre y por su bendito magisterio.

Lentamente se amortajan mis sueños y se lamenta mi espíritu sediento de la Fe que tu muerte me arrebató con furia y que mi esperanza herida intenta paulatinamente recuperar…


Dictó la noche el silencio
al firmamento estrellado,
a hombros de sus costaleros
y envuelto en blanco sudario,

llevan al Rey de los Cielos,
con el cuerpo amoratado,
expirado en el madero,
por sus hechos maltratado.

Unas manos que lo miman
lo cubren con vestiduras
amortajando la herida
de ver su muerte desnuda
con mi fe casi vencida.


Guillermo Rodríguez









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