Apenas se intuye la primavera al final de la tarde. Dentro, en la iglesia de la Compañía, frente al altar, la fila iba disponiendo su curso. El chato iba llamando por su nombre a cada trabajadera y el ciclo comenzaba de nuevo.
No sé que año era. Cada nueva Cuaresma era una más y distinta a las anteriores. Pero, una vez colocada la faja y el saco, todo era distinto. Bajo la parihuela, el olor reconocible de la madera regresaba para quedarse, al menos, en la memoria que vendría después, en tardes de calor y hastío.
Ser costalero no es mucho más que eso y, en cambio, también es un todo absoluto. Podía haber miles de ensayos después. Miles de charlas. Miles de recuerdos que no llegan a serlo. Y, sin embargo, ese primer contacto de la piel con su destino era único y poderoso.
Todo un invierno frío quedaba atrás. Las dudas, los problemas y los temores se perdían en una amnesia pretendida. La voz del capataz ya te guiaba y su destino, el puerto presente de nuestras vidas, ya era el tuyo. La sangre aceleraba su paso. El veneno ya estaba dentro.
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio Mis instantes favoritos