"No tengáis miedo" fueron las primeras palabras que Juan Pablo II lanzó al mundo entero desde la Plaza de San Pedro, cuando inauguró su pontificado, el 22 de octubre de 1978. Esas palabras recorrieron, como una melodía, todo su trabajo como Vicario de Cristo hasta su muerte santa en el 2005.
"No tengáis miedo a la verdad de vosotros mismos"; es decir, el Papa propuso superar el miedo "del hombre y de lo que ha creado": ¡No tengáis miedo de vosotros mismos!.
Desde el inicio hasta el fin de su pontificado el Papa exhortó a confiar en el hombre, desde la humilde aceptación de su contingencia y de su pecado, dirigiendo la mirada al único horizonte de esperanza: Jesucristo.
¡No tengáis miedo a abrir de par en par las puertas a Cristo!. Esta expresión es, posiblemente, uno de los gritos más esperanzadores y revolucionarios del mundo contemporáneo, que se debate entre la angustia y los miedos hacia los monstruos que él mismo ha creado: la guerra, la cultura de la muerte, la pérdida de la dignidad humana...
Vosotros, que tenéis ya la dicha inestimable de creer. Vosotros, que vais buscando todavía a Dios. Y también vosotros, que camináis atormentados por la duda. ¡No tengáis miedo!...
Esas palabras, que Juan Pablo II dijo muchas veces a lo largo de los años, vienen directamente del corazón del Evangelio. Del comienzo al final, el Evangelio es una llamada divina a un amor valiente: el amor valeroso hacia Dios y hacia nuestro prójimo.
“¡No tengas miedo!”, le dice el ángel a María en la Anunciación, (Lc 1:30). En la resurrección, otro ángel utiliza las mismas palabras para decir a las mujeres en el sepulcro que Cristo ha resucitado. (Mt 28:5) El mismo Jesús utiliza estas palabras para fortalecer a sus apóstoles. (Jn 6:20) Y los Evangelios nos dicen que éstas fueron sus primeras palabras después de la resurrección: “¡No tengáis miedo!” (Mt 28:10)
Esto es la fortaleza, es la capacidad de vivir en la presencia de Dios y servirlo sin temor; sin tenerle miedo a Dios o a lo que los demás puedan decir o hacer. La fortaleza, nos enseña el Catecismo, es la virtud moral que nos permite conquistar nuestros temores, enfrentar tentaciones y problemas, incluso la persecución, mientras tratamos de llevar una vida cristiana, haciendo lo que Dios quiere de nosotros.
El Papa Juan Pablo II fue un hombre santo que no tenía miedo. Pero su valentía no era combativa ni arrogante; era una virtud que brotaba de la compasión; la caridad que lo movía a reafirmar la libertad y la dignidad de toda persona humana.
Karol Józef Wojtyla, a quien apodaban Lolek, era hijo de Karol Wojtyla y Emilia Kaeczorowska, nació en el segundo piso de una casa amarilla hecha de piedra, en el número 7 de la calle Koscielma del pueblo polaco de Wadowice el 18 de mayo de 1920. Podemos decir de él, cuando citen los historiadores del futuro las personalidades más importantes e influyentes del Siglo XX y XXI que el nombre del Papa Juan Pablo II será sin duda alguna el de mayor relevancia, puesto que pocos seres humanos han ejercido un impacto mayor en el mundo moderno, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también moral y social. Permanecerá en la memoria como la autoridad moral más influyente de nuestro tiempo.
Juan Pablo II no escamoteó ninguno de los sufrimientos que vienen de la fe: la confesó y proclamó con valentía, la sirvió sin concesiones ni titubeos, la vivió con la pasión de quien, como Pedro, sabe que sólo Cristo tiene palabras de vida eterna. Con su permanente y oportuno magisterio sobre todas las cuestiones que afectan al hombre, Juan Pablo II nos colocó siempre en el umbral de la eternidad, de la Vida divina, donde el hombre puede respirar el mismo aliento que Dios le insufló al ser creado.
Siempre peregrino, supo hacer del Papado un servicio a la catolicidad de la Iglesia, ha llevado a todos los hombres la única verdad que conduce a la Vida eterna. Sólo los ciegos pueden tildarle de inmovilista. La humanidad de este Papa entrañable y compasivo, su firmeza para denunciar el pecado y acoger al pecador, su capacidad para solidarizarse con los problemas del hombre y del mundo, sus sufrimientos, acogidos como parte de la sede en que ejerció su supremo magisterio -al modo y estilo de la cruz- hicieron de él un testigo insuperable de lo humano y del dolor por los hombres; sólo había que mirarlo para ver su sabio dolor de silencio. En esta fragilidad y debilidad permanece la piedra de Pedro. Y, desde la cruz, nos genera cada día la única certeza que necesitamos para salvarnos: creer en Aquél que ha dado la vida por nosotros, que nos ha rescatado del pecado y de la muerte, y que nos ha dejado, en su Iglesia, el icono de su propia entrega.
De sus enseñanzas cabe destacar la defensa ineludible de la dignidad humana y de la vida y el fomento del diálogo interreligioso. Y fue muy audaz a la hora de rehabilitar a figuras históricas condenadas por la Iglesia y al pedir perdón por los errores pasados de una institución, que, pese a su vocación sobrenatural, está formada por hombres falibles.
Juan Pablo II estaba convencido de que todos los que fueran honestos y racionales podían aproximarse a las verdades de Dios a través del uso de su propia razón. Por eso, apelaba al intelecto y a la buena voluntad de todos escribiendo penetrantes encíclicas, como Fe y razón y El esplendor de la verdad.
La razón es importante, escribió, porque “la obediencia ciega no da ninguna gloria a Dios”. De hecho, nuestra fe estimula el análisis razonado, pero sin el encuentro personal con Cristo, la razón no basta. Por eso decidió pedir una Nueva Evangelización. En este ámbito, Juan Pablo reafirmó el poder que tiene cada persona para marcar una diferencia positiva, personal y práctica. Nos enseñó a hablar de nuestra fe de un modo inteligente y también a dar un testimonio vivo de ella, de modo que pudiéramos tocar tanto el corazón como la mente de las personas.
Así lo hizo, y de un modo bastante conmovedor, cuando viajó a más de cien países de todo el mundo para hablar con la gente en forma directa. Era común que más de un millón de personas asistieran a las misas que celebraba. De hecho, más personas lograron ver al Papa Juan Pablo II en persona que a cualquier otra persona en toda la historia humana, y cuando estaban en su presencia, veían a un hombre cuya fe era viva, personal y bien razonada. En otras palabras, veían a un santo.
La Iglesia católica celebra el 22 de octubre la festividad del hoy ya santo Juan Pablo II, como anunció Benedicto XVI en la solemne celebración en la que beatificó al Papa Karol Josef Wojtyla, el 1 de mayo de 2011, que coincidía con el Domingo de la Divina Misericordia. La misma solemnidad elegida por el Papa Francisco, para canonizarlo junto con Juan XXIII, el 27 de abril de 2014, que será precisamente el Domingo dedicado a la Divina Misericordia.
No extrañó a nadie que más de cinco millones de personas de todo el mundo estuvieran dispuestos a esperar durante muchas horas sólo para rendir homenaje y admirar a este gigante de la fe el día 2 de abril de 2005, día en que falleció. Miles de almas hacían fila para manifestar su pesar y ver por última vez el cuerpo del amado Papa Juan Pablo II; un desfile de personas que se extendía por muchas calles alrededor del Vaticano. Quienes llegaban al final de la fila sabían que tendrían que esperar unas 25 horas para llegar al féretro, pero esto no impidió que la gente siguiera llegando. Muchos de ellos gente joven, que esperaron con gran paciencia aquel breve momento en que pudieran despedirse del Papa que les había tocado tan profundamente el corazón.
Por ello, no dejemos que las palabras de este gran hombre queden en el olvido. Pidamos el don de la Fortaleza, uno de los dones del Espíritu Santo, para que crezcamos en la virtud de la valentía durante nuestra vida cristiana. Y hagamos nuestras las palabras de Juan Pablo II, palabras del Evangelio: “¡No tengáis miedo!”.
Mª del Carmen Hinojo Rojas
Recordatorio El Candil: Teresa de Ávila