Blas Jesús Muñoz. Se quiebra el metal cuando se alza la tarde del Viernes Santo. Todo suena a despedida, antes de arrancar la jornada. Un ocaso nostálgico que se agarra a la plaza que se atesta de gente para verlo en su día. Antes de caer de la Cruz, los acordes se duelen sobre el pentagrama. La corneta llora los primeros sones que le entrega al Señor del Campo de la Verdad.
Todos quisiéramos ser como José de Arimatea, en algún momento de nuestras vidas. Todos querríamos subir a esa escalera con la decisión de hacer lo que debemos con la convicción limpia que regala la Fe. Todos querríamos haber estado todas las horas a su lado; que nuestra debilidad se convirtiera en fortaleza en el momento en que la Verdad no tiene doble cara, no permite la vuelta atrás ni el perfil, sino el frente que viene hacia nosotros.
Cruzará el puente que lo separa y lo une a la urbe que lo espera, con el rigor de miles de muertes, de lágrimas y duelos sobre su músculo que todo lo asume encarnado. Cruzará el puente, de vuelta, en mitad de la noche, camino de un hogar que no está en un templo, sino en el corazón mismo de todos sus devotos. Descenderá de la Cruz una vez más para tendernos la mano y ofrecernos una sonrisa franca, la oportunidad de ser parte de Él.