Blas Jesús Muñoz. Todo comenzó en Viernes Santo, como un presagio, de cuanto traen los días que desembocan en la muerte anunciada, en la resurrección prometida. Y cada ciclo de la vida viene a morir en este día para resurgir poco más tarde como la primavera eterna del Edén que nos aguarda.
Las sombras caen en la Madrugada de misterio y silencio, de luna llena de frío, de un Nazareno que ya ha roto el cielo y las calles del mundo con su zancada potente, con su rostro humano y divino, con su cruz que todo la carga cuando desde las aceras quienes lo miran, lo sienten, le imploran y lo necesitan porque es un hombre que es Dios y se llama Jesús del Gran Poder.
Y el amanecer deja en cada pueblo de la campiña una procesión atávica que lo vincula a los hombres y mujeres que asaltan el amanecer en busca de su sola esperanza, que es un don colectivo. Y, seguramente, en algún baúl perdido del tiempo permanezca una túnica morada -de tamaño medio-, con su capa marfil, su Cruz de Santiago y los guantes blancos con el sedimento de la cera atrapando una historia personal.
La tarde nos traerá la procesión del Santo Entierro y las plañideras llorarán letanías antiguas, adentro de la urbe enlutada. Saetas quebradas en el don oscuro del silencio de la muerte. Los nazarenos del Sepulcro, que son atalayas vigilantes de capirotes interminables, rasgarán la capa celeste, llorando entre el anonimato que otorga la libertad más absoluta para encontrarse y ser parte del otro.
Todo comienza en Viernes Santo, cuando todo parece acabar, la vida acecha con su magia, tras de una esquina. El Viernes Santo todo es posible.
Recordatorio Enfoque: Esperanza