Blas Jesús Muñoz. Hay momentos en la vida de un cofrade que resultan especialmente difíciles. En alguna ocasión puede ser porque, al enfrentarnos a nuestra devoción, el momento personal sea arduo y, ante Ella o ante Él, temores, rabia o angustia nos invadan y, aunque de su mano llegue la catarsis, el nudo en la garganta es tremendo y apenas nos permite respirar.
En otros momentos, la distancia que no trae el olvido nos llena de nostalgias y bailamos nuestro tango en el destierro de una noche fría en que los recuerdos tibios no hacen sino encender nuestra melancolía. En algún instante, la certeza de la pérdida nos saca un escalofrío, una petición de consuelo que solo mitiga la esperanza depositada sin más, como un regalo, el verdadero obsequio de la fe.
También hay momentos para el enfado, cuando la pérdida es provocada y se sabe que no se va a echar de menos porque la decepción es grande. Y, en cambio, hay otros en que la incomprensión por un hecho repentino nos deja con la mirada perpleja.
El último de esos instantes, por suerte, nunca lo he vivido y espero no hacerlo. Aguardo la esperanza de no ver a la Imagen que tanto quiero (que no es tal porque, al menos para mí, es un todo de luz y misterio que consigue darme la paz que siempre he perseguido), dañada sin más explicación que un accidente.
Los accidentes ocurren y cuando llegan el dolor es tan grande que duele más tarde, pues cuesta asimilar su brutalidad al principio. Algo así supongo que han debido sentir los cofrades y devotos del Sagrado Descendimiento de Huelva ante el desgraciado acontecimiento sufrido por su venerada Imagen. No puedo decir que los entiendo porque no lo he vivido. Pero desde aquí, si alguno me lee, todo el ánimo, la fuerza y la confianza en que su Señor volverá a insuflarles la esperanza y el amor que mueve el universo.
Recordatorio Enfoque: El papel de la mujer en las cofradías