Este es un artículo de un cristiano y cofrade cansado, muy cansado.
Impotente ante una sociedad que, bajo la excusa de la globalización, el
progreso y la libertad de expresión pisotea todo lo que tenga que ver con la
Iglesia Cristiana. Estos días hemos podido ver dos claros ejemplos que vienen a
ilustrar a la perfección el tema que hoy nos ocupa.
El primero de ellos proviene de Córdoba, una ciudad que, como tantas
otras, ha visto cómo la izquierda más radical se apodera de las administraciones
públicas. No esperen que me meta en camisas de once varas hablando de política,
no tengo conocimientos ni interés alguno en este tema. Yo vengo a hablar de mi
libro, como diría Francisco Umbral. El caso es que ha desaparecido el crucifijo
del Ayuntamiento y, si no fuera por la intervención ciudadana, San Rafael,
protector de la ciudad califal, habría corrido la misma suerte. Podría
adentrarme en el debate acerca de la separación o no entre los símbolos
religiosos y las administraciones públicas, pero creo que puedo zanjarlo de una
manera mucho más concreta y sin polémica. Si hay algo que no ha de desaparecer
de nuestros Ayuntamientos, de nuestras escuelas, de nuestra sociedad es aquello
que nos identifica, nuestras raíces. Ellas dan testimonio no sólo de lo que
fuimos y de donde venimos, sino de lo que también somos nosotros. Es un hecho
que trasciende tanto de lo político-gubernamental como de lo religioso. Y, le
pese a quien le pese, el catolicismo impregna nuestra cultura mucho más de lo que
la sociedad sabe y de lo que reconoce. Quitar a San Rafael de Córdoba es como
quitarle la tilde a la misma. Un insulto hacia la ciudad y sus ciudadanos, y un
menosprecio hacia su historia y su más radiante actualidad. Pues exactamente lo
mismo con los crucifijos retirados de Ayuntamientos y escuelas públicas.
La segunda de las cuestiones, y es algo que me ha llamado poderosamente
la atención, han sido unos hechos acaecidos durante la celebración del Día del
Orgullo Gay en Madrid. A través de Facebook, contemplé con gran asombro cómo
durante las celebraciones se realizaban unas sátiras de Jesús crucificado
besándose con otro hombre, incluso con insultos hacia la Iglesia. No adjunto
las imágenes por no herir ninguna sensibilidad, pero seguro que las ha podido
ver en algún lado. No tengo ningún problema con la homosexualidad, antes de que
algún imbécil salte con esas, quien me conoce sabe que tengo amigos y gente en
quien confío plenamente que son homosexuales. Pero lo que no me entra en la
cabeza es cómo un colectivo que, históricamente ha estado muy castigado por el
resto de la sociedad, arremete contra el colectivo que más hostigado se
encuentra, a mi parecer, en la actualidad: la Iglesia. Justo en este momento
del artículo tenía pensado hablar del papel que muchos homosexuales juegan
dentro de las Cofradías, algo que por todos es sabido aunque no se quiera
reconocer ni por las propias instituciones religiosas –una equivocación, en mi
humilde opinión-. Pero he caído en la cuenta de que sería un error –tristemente,
muy común- señalar que algunos roles dentro de las Cofradías corresponden a
estos cofrades. Encasillar a las personas en la vida es un defecto que nunca
corregiremos desgraciadamente. Las Hermandades, como debería ser la Iglesia en
general, no son aduanas. No lo digo yo, lo dice el Papa Francisco.
Bienvenido y bienaventurado aquel que viene en nombre del Señor, con el corazón
puro y con intención de servir a Dios y su Iglesia. Sin mirarle la matrícula a
nadie.
Hasta aquí la parte por el todo, el análisis de dos situaciones que he
tratado de analizar por separado, señalando algún que otro aspecto que bien
sirve de denominador común para el problema general. A partir de ahora, la otra
cara de la moneda, el todo por la parte.
Estoy indignado y muy cansado, como decía al comienzo del artículo. La
hipocresía de nuestro mundo se recrudece cuando se trata de la Iglesia. Todo
vale contra nuestra causa, nuestra religión. Se mira para otro lado, cuando no
se aplaude, cualquier ataque que atente contra nuestras creencias, contra
nuestra Iglesia. No pasa nada porque se asalten templos e interrumpan misas
bajo la excusa del feminismo radical o de la prostituida libertad de expresión
de nuestro país. No pasa nada porque un colectivo que ha sido históricamente
–ya no lo es, al menos no en tanta medida como antes- atacado como es el
homosexual se burle de nuestros símbolos religiosos el día que celebran lo
orgullosos que se sienten de su identidad. No pasa nada, qué va a pasar, porque
desde los medios de comunicación se explote hasta límites obscenos toda noticia
que de mala imagen de la Iglesia, y a la vez se minimicen hasta el ridículo la
inmensa labor que tanto bien hace a una sociedad cada vez más necesitada de
auxilio. No pasa nada porque al paso de una procesión se reciban insultos y
amenazas graves. Y, desde luego, no pasa nada porque en la actualidad se esté
produciendo un genocidio cristiano en toda regla en Oriente Medio.
¿Se imaginan que fuera al revés? Pónganse en situación por unos segundos.
Un colectivo cristiano invadiendo el desfile del orgullo gay e insultando a los
asistentes, o irrumpiendo en un pleno de un Ayuntamiento para amenazar a los
políticos de turno. O haciendo pintadas amenazantes en la sede de cualquier
otro colectivo. ¿Se imaginan la que nos caería? De corazón le digo que no se me
ocurren más ejemplos que ilustren, a la inversa, el hostigamiento que recibe
nuestra Madre Iglesia. Pues todas estas situaciones, y muchísimas otras, se dan
hoy en día contra nuestra religión. Y a la sociedad en general le da igual en
la mayoría de ocasiones, en otras, hasta aplaude.
Pero hay algo peor, mucho peor. Y es que a nosotros mismos nos da igual.
Bajo el asqueroso e ilógico pretexto de que yo soy cofrade pero no católico, o
que creo en Dios a mi manera, estamos tirando piedras contra nuestro propio
tejado. Se está produciendo un desarraigo descomunal del cristiano con su
Iglesia. El hecho de que nos de igual la cantidad de ataques que esta recibe,
refleja a las claras que no nos sentimos parte viva de la Iglesia. Olvidamos
con una facilidad pasmosa que si a un católico le amenazan o le agreden por el
mero hecho de serlo, también ha de dolernos a nosotros. Cada colectivo de la
sociedad tiene un sentido de pertenencia muy fuerte, clave para sobrevivir y
mantenerse dilatadamente en el tiempo. Lo tienen las Cofradías, de hecho, lo
cual es digno de elogio, aunque pierde valor en el momento en el que se deja de
tener cualquier apego hacia la Iglesia. Sin este sentido de pertenencia, el
cristianismo continuará dejándose debilitar por cada intransigente parte de
nuestra sociedad enferma. Igual que con
San Rafael en Córdoba de inmediato surgió un movimiento ciudadano que
posibilitó que las aguas volvieran a su cauce, deberían existir reacciones
similares para cada desagravio que sufre la Iglesia. Igual así cambiaban,
aunque fuera un poco, las cosas. Llevamos demasiado tiempo poniendo la otra
mejilla, llega un momento en el que hemos de decir basta, y creo que ahora es
una época ideal para ello. Siempre que discuto con alguien sobre la docilidad
del cristiano, y me recuerda lo de poner la otra mejilla, yo saco a relucir
cuando el mismo Jesús puso patas arriba el templo porque se utilizaba de forma
lucrativa, o cuando dejaba en evidencia a los fariseos, o cuando defendía a los
más indefensos y expuestos a la sociedad depredadora de aquella época.
Actualmente, las presas son muchísimos hermanos cristianos nuestros, incluso
nosotros mismos somos víctimas potenciales de cualquier ataque. De una vez por
todas hemos de dejar claro que somos un colectivo muy importante de nuestra
sociedad, y que hemos dejar de ser injustamente castigados y tratados por los demás.
Somos cristianos, no gilipollas. Con perdón.
José Barea.
Fuente Fotográfica
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Recordatorio Verde Esperanza: La cruz. Verdades incómodas (II)