La estancia tiene una luz tenue. La luminosidad que desprenden las velas, iluminan el rostro de la imagen de Cristo. El ambiente está impregnado con el perfume del pino de Flandes recién cortado. También el olor dulzón de la cera pura de abeja está presente en el habitáculo. Jesús se muestra derrotado, caído en tierra bajo el madero. La mano diestra se apoya en una roca del camino al Calvario. El rostro, ya en madera y antes de la policromía final, mostraba resignación y majestad. El trabajo de la carnación del pintor ha dotado a la imagen de un verismo que llama a la devoción. El padre Francisco Antonio Bañuelos Murillo, maestre escuela y canónigo de la Catedral de Córdoba, está satisfecho del trabajo realizado en aquel obrador de imaginería de la ciudad de los Cármenes. Pronto la hechura del hijo de Dios, caído bajo el peso de la cruz, viajará en un carro hacía Córdoba. Su destino la iglesia de San José, extramuros de la ciudad, casa de los carmelitas descalzos en la vieja capital de la Hispania Ulterior. Cuatro aprendices del taller cubren con lienzo moreno la imagen y ayudan a cargar el simulacro de Jesús hasta el carro donde será trasladado en un largo viaje.
La imagen ya está en la casa carmelitana cordobesa. Los vecinos del barrio de Santa Marina de Aguas Santas, se conmueven ante el realismo de la imagen, acentuado quizás por la melena de pelo natural. Las lagrimas brotan de los ojos de los que se han acercado a orar ante El. Gentes sencillas, hortelanos de las huertas próximas, matarifes del cercano matadero, piconeros, todos rezan ante la imagen de Jesús. La devoción se acrecienta entre los vecinos de la collación. La unción sagrada de la talla, sobrepasa los límites del barrio y hasta San José se acercan gentes de otros lugares de la ciudad. Algunos incluso en ricos carruajes que indican que la fama de tan fervorosa imagen, ha llegado hasta todos los estamentos de la sociedad de la época. Los años acrecientan la devoción a una imagen que simboliza la humanidad del hijo de Dios, derrotado y caído bajo el leño sacro, en su postrero camino al Gólgota. Tanto fervor del pueblo, hace que en torno a la escultura sacra, se forme una hermandad que acreciente su culto. Los años han acrecentado la devoción hacía aquella imagen, salida de un desconocido taller de Granada, por el encargo de un canónigo de la Catedral cordobesa.
Doscientos cincuenta años han pasado. Córdoba se ha echado a la calle. Las calles son un continuo hormigueo de gentes que buscan el cortejo, que da traslado a los titulares de la hermandad de Jesús Caído al convento de San José. Los dos pasos, el del Caído y su madre en el Mayor Dolor en su Soledad, convierten las calles en un ir y venir de gentes. La devoción del pueblo ha hecho el milagro de hacer que un día de septiembre parezca un Jueves Santo. La gente, de todas las escalas sociales, se persigna al paso de las sacras imágenes. Es la devoción de un pueblo, la devoción popular iniciada hace más de doscientos cincuenta años. Ante tal movilización no cabe más que una pregunta. ¿Qué daño puede hacer esto a los librepensadores que nos gobiernan? ¿Por qué tanta falta de respeto a un pueblo que ha hecho suya la devoción en sus creencias? ¿Acaso son ciudadanos de inferior categoría a aquellos que rezan al Dios de sus antepasados? Hasta ahora parece que sí. El cogobierno municipal no ha hecho nada más que faltar el respeto a la Córdoba que se echo ayer tarde-noche a la calle. Es la hora de rectificar o quedar retratados, como unos descerebrados intolerantes, de una vez ante algo tan evidente.
Quintín García Roelas
Recordatorio La Feria de los Discretos: Convidado de piedra