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jueves, 31 de diciembre de 2015

Verde Esperanza: Un brindis por nuestros mayores


Para muchos, la Navidad es una época de jolgorio, de alegría, de fiesta en familia. También lo es de repaso de cómo ha sido el año. A mí me gustaría comenzar este artículo que se sitúa justo entre la frontera de 2015 y 2016 hablando de un tema que quizá pueda parecer fuera de lugar por la temática que aborda. Llega un momento en la vida, en la que aquella frase, que otrora pudiera parecer rancia, de que cualquier tiempo pasado fue mejor, cobra sentido. Para ello basta con echar un vistazo a cómo era nuestra vida en general, y nuestra Navidad en particular hace diez, quince, veinte años… Y compararla con cómo es ahora. Obviamente cada caso es un mundo, pero yo hablo desde la experiencia que yo haya podido vivir.

Un buen exponente de esta comparación es la figura de los abuelos. Aquellos que deberían ser eternos e impermutables. Pero la ley de la vida nos dice que no es así. Pasan Navidades y Navidades y entre que uno se las pasa abriendo regalos casi no nos damos cuenta de cómo va hostigando el látigo del tiempo a nuestros mayores. Aquellos que, desgraciadamente, ya no habitan entre nosotros y ya no pueden brindarnos sus caricias, o simplemente sus sonrisas más sinceras, esas que nunca se borrarán de nuestra memoria. O aquellos que continúan regalándonos cariño pero que comienzan a mostrar pequeños detalles, pequeños olvidos que empiezan a expandirse de forma imparable. Deterioro físico y deterioro mental, no sabe uno cuál es peor, o sí lo sabe, pero duele igual. Duele ver cómo aquella mano que te daba de comer cuando eras pequeño ya no es capaz de dominar un simple tenedor para tomar el propio alimento, o no es capaz de caminar con soltura como pasara en tus recuerdos de niñez. Escuece comprobar cómo esas crueles enfermedades que tienen nombres que suenan a extranjero se apoderan de tal forma de una persona que la dejan prácticamente irreconocible, siendo una sombra de lo que fueron aquel día. Crea impotencia saber que el gotear de los años en el tiempo nos arrebata aquello con lo que crecimos con tanta felicidad.

Pero sin duda lo que más lastima el corazón es saber, a ciencia cierta, que nada de aquellos tiempos pasados volverá a ser lo que fue ni por asomo. Hemos de conformarnos, y hasta dando gracias a Dios, con disfrutar de esas sombras y esos pequeños gestos que el propio Dios nos regala para recordarnos que aquellos tiempos de jolgorio, alegría y fiesta en familia, como decía al comienzo del texto, no fueron una mera ilusión. Asumir que aquellas personas que nos acompañaron y criaron con mimo durante nuestros primeros pasos ya nunca volverán a existir como tal quizá sea una de las lecciones más duras que imparte la vida. Sin embargo esa impotencia hemos de saber revertirla en forma de amor, de cariño, de acompañamiento.

Y es que la vida, sin lugar a dudas, avanza de forma cíclica. El cristiano ha de saber entender esta realidad de forma justa con respecto a nuestros mayores. Aquellos que nos llevaban de la mano al colegio y con los que compartíamos una inocente complicidad que no solíamos sentir ni si quiera hacia nuestros propios padres, ahora necesitan exactamente aquello que nos regalaron en nuestros primigenios años de vida. Quizá ahora el ciclo de la vida nos obligue a tener que entregarnos a ellos, por lo menos, de igual modo que hicieran con nosotros. Es probable que nos toque acompañarles del brazo por la calle, incluso ayudarles con que puedan parecernos sencillas, pero para ellos son imposibles, como comer, la higiene personal, hacerles tomar la medicación que necesitan, vestirse o llamar por teléfono para hablar con alguien. Y es casi seguro que nos tocará aguantar el chaparrón de sus enfados irracionales por asuntos que carecen de mayor trascendencia, o sufrir las consecuencias de sus olvidos porque su cabeza no está preparada para retener información en exceso, e incluso asombrarnos y entristecernos comprobar cómo la razón escapa de sus argumentaciones. Justo en este punto le invito a releer este párrafo de nuevo a partir de lo subrayado, esta vez pensando en que todo ello lo hemos vivido ya, pero desde el otro lado de la barrera, siendo nosotros en nuestra tierna niñez la otra parte de la historia: la irracional y la torpe. Se podrán imaginar quiénes estaban ahí para consolarnos y aliviar nuestros enfados sin razón, o quienes nos ayudaban con esas tareas que parecían complicadas, o quiénes nos cogían de la mano para ir por la calle.

Como podrán comprobar, es algo totalmente cíclico. Y el cristiano no puede escapar de la responsabilidad que le exige el ciclo natural de vida. Es muy fácil recurrir a los propios problemas, ocupaciones y obligaciones sean de la índole que sean para delegar el cuidado de nuestros mayores en otras personas con tal de vivir “con más tranquilidad”. Piensen que esta medida también la habrían podido tomar ellos en sus tiempos de recién estrenadas canas y jubilaciones, pero sin embargo se entregaron por completo a nosotros. No concibo un corazón puro cristiano en el que no haya tiempo, espacio y lugar para nuestros mayores. Ahora ellos son los indefensos, los que necesitan cuidado, cariño e, incluso si usted me apuran, los molestos. Pero conviene tener la memoria lo suficientemente fresca como para recordar que en otro tiempo pasado, nosotros ocupábamos ese rol. Es ahora nuestro deber como hijos, nietos, sobrinos –lo que quiera- el prestar nuestra entrega a los más mayores de la casa. Es justo, es ley natural, es lo que Dios nos pide a cada uno de nosotros.

Por ello, hoy que pasamos de 2015 a 2016 brindo por todos ellos, nuestros abuelos y nuestras abuelas, o nuestros padres y nuestras madres. Brindo por la familia. Recuerden que este año que está por esfumarse o ya lo ha hecho –según cuando usted lo lea- jamás volverá, ni la persona exacta que ha compartido tantas cosas con usted en 2015 volverá a repetirse. Hay que dar gracias a Dios por haber puesto esas personas en nuestra vida y saber recompensar su esfuerzo durante tantísimos años hacia nosotros devolviéndoles una pequeña parte del mismo en la época que comienza a escribir las últimas páginas de sus vidas. A pesar de todo, a pesar de los disgustos  y el perjuicio que nos cause su cuidado –como si nosotros no los hubiéramos causado-. Asumirlo sin lamentarnos, rechistar ni preguntarse los por qués nos convertirá en mejores cristianos y personas más justas, desde luego con mejor conciencia. Y si necesitan razones, simplemente dediquen una mirada amable al pasado y recuperen imágenes y momentos con aquellsas personas. Nada más hará falta, se lo aseguro. Además, cuando esa persona se va, y lo digo por experiencia, uno comienza a preguntarse por qué dejo de hacer todo lo que dejó que hacer, para invertir ese tiempo en supuestos mejores quehaceres. Así que háganlo por el pasado, por el presente, por el futuro o por todo ello a la vez, pero háganlo.

Innumerables lecciones son las que nos han brindado, muchas de ellas conscientes, y otras muchas inconscientes por seguir el modelo. Por ejemplo, siempre admiraré la pasmosa facilidad de la mujer más valiente que conozco, mi abuela, para confundir los distintos Cristos y las Vírgenes, fíjense que a la Esperanza –sea la Macarena o la mía- la reconoce por las mariquillas y no por el rostro. Puede usted pensar que es una torpeza, pero a todas luces es una de las primeras lecciones que, inconscientemente, recibí de Cofradías. No importan los imagineros, los bordados, los tallados y dorados de paso de misterio o las bandas que los acompañan, pero es que tampoco importa el rostro que tenga la sacra talla de turno. Todas representan lo mismo, y establecer esas diferencias entre las imágenes que evocan la divinidad es comenzar el peligroso juego de competir unas con otras. Las advocaciones son meras excusas para llegar a un mismo fin: Dios. Lo importante es ser consciente de que Dios hecho hombre y su bendita madre pasean la fe que recibimos de nuestros mayores a modo de herencia por nuestras calles. Y que Él, aquel que va a lomos de una borriquilla, prendido entre soldados, cargando una cruz o clavado en ella, ha venido para salvarnos y vencer a la muerte.

Vivimos demasiado de prisa, con apuros para sacar tiempo de donde no lo hay para dedicarlo a nosotros mismos, vernos más guapos o más inteligentes o simplemente para descansar. Y así nos olvidamos de aquellos que pusieron los primeros cimientos que nos han convertido en quienes somos. Conviene bajarnos del tren de las excusas y situar los pies en la tierra, aunque sólo sea por un segundo. No hay que tener tanta prisa por vivir, porque es muy probable que cuando uno empiece a tener canas, se de cuenta de que todo lo anterior no ha servido para demasiado, y lo que le pida el cuerpo sea conocer a esa pequeña personita que abre los ojos por primera vez y que le llamará abuelo o abuela en un futuro no demasiado lejano, y a la que querrá dedicarle todo su tiempo y cariño. Las circunstancias que rodeen este hecho poco importan, se tratará de un amor incondicional. Esa pequeña personita que todos y cada uno hemos sido, y a la que a la vez conoceremos dentro de varias décadas si así Dios lo quiere. De nuevo insisto, y siento lo reiterativo que habré resultado durante el desarrollo del artículo, que esas personas vieron nuestros primeros momentos de vida y los hicieron agradables, ¿no se merecen que durante los suyos últimos precisamente nosotros –y no ningún desconocido- estemos ahí aunque sea para sostener y acariciar su experimentada mano? Es de justicia.

Feliz 2016, ojalá los abuelos fueran eternos. Un brindis por todos ellos.

José Barea


Fotografía Curro Jiménez


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