Blas Jesús Muñoz. Por optimista, uno siempre se suele
llevar en el saco más sinsabores que alegrías. Ese impulso que te lleva a
concebir la sociedad, en su estado natural, como algo necesariamente
bueno es el mismo que te deja el desengaño, tras cada paso mal dado.
Rousseau era un optimista como yo, mejor dicho, yo como él. Y aunque en
su concepto filosófico de librepensador no entrara un tema tan vacuo
como el del acceso de las cofradías a un templo, de haber sido cofrade
me entendería perfectamente.
Pese a que por una vez espere la llegada del Domingo de
Ramos con la impaciencia de otras Cuaresmas, no es menos cierto que no
daré la certeza de nada hasta que mis ojos y mis sentidos den crédito a
lo que corroboran en el Patio de los Naranjos. Y, hasta ese momento, aun
queda mucha tela que cortar y patrón por definir en la sede de Isaac
Peral.
Sin embargo, ya no dudo que este será el año de mi
Catedral. Sí, "mí". Porque quienes, a nuestra manera hemos soñado con
llegar a un momento, al menos similar al actual, partimos, mitad de la
alegría, mitad de la incredulidad de ver como el templo que es de todos
puede ser usado por todos.
Y es que la Catedral, pese al pretencioso intervencionismo
político que se le quiere dar, es un espacio abierto. Al visitante, al
creyente, al cofrade, incluso, a quien quiere renegar del uso que lo ha
conservado intacto durante siglos, a diferencia de otros monumentos de
la ciudad. Es parte de un patrimonio colectivo que, como todos en la
vida, ha de ser gestionado y, le pese a quien le pese, el Cabildo lo ha
hecho y lo sigue haciendo de una manera brillante. Y si no me creen
consulten el número de visitantes de 2015. Los datos hablan.