Raro es el hogar, incluso hasta el
no cristiano, que no posee una Biblia. Pero más raro si cabe es el cristiano
que lee la Biblia. Triste, quizá sea la religión que más desconoce su libro
sagrado. Y no será por falta de medios, en pleno siglo veintiuno.
Antiguamente, el cristiano no tenía
acceso a la Biblia, y solamente podía estar en contacto con ella mediante el
ministerio de un sacerdote, que interpretaba y sermoneaba según su maña y
manera, como se suele decir. Ello tenía su lógica en aquellos tiempos, cuando
la inmensa mayoría de población era analfabeta. Fue una medida que se tomó para
que no se malinterpretaran las Escrituras, como sucedió con los luteranos.
Pues hoy en día también somos un
poco, o muy analfabetos. No en el sentido de no saber que la m con la e forman
la sílaba “me”, o en el sentido de desconocer palabras, sino que carecemos de
herramientas para extraer el significado verdadero de lo que se recoge en la
Biblia. Por poner el ejemplo más claro que se me viene a la cabeza, cualquier
lector neutral de la Biblia que se detenga en el relato de la Creación puede
pensar, generalmente, dos tipos de cosas. La primera y la más común, es pensar
que la Biblia es un libro donde, en el primer capítulo, se cuentan cuentos de
hadas o directamente donde se cuentan mentiras. No me mire raro, es el
pensamiento que cualquier ateo puede tener al leer ese relato. Y la segunda,
menos generalizada, es creerse a pies juntillas todas y cada una de las
palabras que aparecen en el Génesis de forma literal. Y lo cierto es que una y
otra son un poco mentira a la vez. No es cierto que en la Biblia se cuenten
mentiras, faltaría más, pero tampoco es cierto que haya que tomarse de forma
literal todo lo que aparece en ella escrito. Resulta que el relato de la
creación forma parte de lo que se denomina género histórico-narrativo. Esto es,
se recoge la narración de unos hechos que no tienen por qué ajustarse
férreamente a la realidad, puesto que la finalidad primordial es transmitir una
enseñanza que trasciende de los hechos. En el caso del relato del Génesis, lo
importante no es la forma –por ejemplo, que Dios creó a la mujer de una
costilla del hombre-, sino el mensaje general, que es que Dios es el creador
del mundo. Lo mismo sucede con las parábolas que narraba Jesús a sus
discípulos, las hacía a modo didáctico para enlazar el Reino de Dios con el
mundo terrenal en el que vivían sus oyentes. Si entendiéramos la Biblia solamente como un libro literario estaríamos cometiendo un error imperdonable. Hemos de saber escarbar sobre la superficie para dejarnos deslumbrar por el verdadero mensaje de Dios, recogido en las escrituras.
Si uno no tiene presente este tipo
de cosas al leer la Biblia puede cometer atrocidades como negar el
evolucionismo de Darwin, incuestionable a todas luces para cualquier persona,
por supuesto para cualquier cristiano. Errores tan habituales como este me
hacen pensar que aquello de que muchos cristianos entienden la Iglesia “a su manera”
tiene su justificación detrás. Y es que al cristiano de a pie le falta mucha
formación, que en la gran mayoría de casos, termina con la Catequesis de
Comunión, cuando aún estamos en una edad muy tierna como para analizar con
mentalidad crítica las Sagradas Escrituras. Así, muchas veces presenciamos, que
no vivimos, la Eucaristía como la vaca que ve pasar al tren. No entendemos nada
y desconectamos mentalmente. El resultado es que nos terminamos aburriendo y
dejamos de asistir. Lógico.
La Biblia ha de ser uno de los
centros de la vida del cristiano. Se dice que esta es palabra viva. Esto
significa que lo que aparece recogido en la Biblia es aplicable a la vida del
lector, se dirige a nosotros como cristianos y nos interpela. Muchas veces
cuando el sacerdote está explicando la Palabra, sentimos como si se estuviera
dirigiendo a nosotros por algo que nos ha sucedido hace días. Esa cualidad de
la Biblia hace que sea de vital importancia para el cristiano tener los
conocimientos suficientes como para saber interpretarla de forma adecuada, sin
malversaciones y sin zonas grises. Normalmente, bastaría con escuchar con
atención al sacerdote, pero ya sabe usted cómo somos… Sin formación, somos
bultos con ojos que, en el mejor de los casos, rellenan los bancos de las
parroquias. En el peor, personas que se hacen denominar cristianos a medida y
que ignoran lo que significa pertenecer a la Iglesia y sus porqués. O que sólo
se preocupan por salir de costalero en diez Hermandades con sus tirantes y sus
costales a la altura de la nariz.
José Barea