Blas Jesús Muñoz. Hay recuerdos que se los lleva el viento porque nunca formaron parte de la primavera de nuestras vidas. Hay amores que muere en antes de nacer o, tan débiles, que una leve brisa se los lleva a lugares lejanos de nuestro conocimiento. Sin embargo, en algunos momentos de la vida te tiemblan las manos y no te queda más que apretar los dientes.
Esa sensación la he sentido, en tan contadas ocasiones que, nada más que por ellas, mereció la pena haber sido cofrade. Una fue la que me ofrece el cartel de la Semana Santa, tan público como privada es la imagen. Por Capuchinos, cuando el Buen Suceso buscaba el Bailio, cuando los años eran lunas y la vida primaveras que se reunieron todas, frente a sus párpados caídos que vinieron a los míos, y aun no se por qué.
Siempre defendí que un cartel debe representar espacios comunes. No se trata de los que todos conocemos y son estampas repetidas de la ciudad. Sino los espacios que dibujan la emoción de su tiempo, el sentimiento contemporáneo de cuanto nos tocó vivir. Algo en lo que nos sintamos representados y nos sirva, el día de mañana, para recordar un capítulo de nuestra fugaz existencia.
El cartel de Valentín Moyano o el de Rafael De Rueda sirven ya a ese propósito. 2015 y 2016 podrán ser, en lo cofrade, años en los que nos vendrá a la memoria común el Cristo de las Penas, la Virgen de la Caridad. El amor, por un instante, se convierte en cartel, nos toma las manos y se convierte en la mejor de las banderas posibles que enarbolar.