Blas J. Muñoz. Amores que mueren o matan... En ellos seguía pensando al día siguiente. Habían pasado ya algunos desde que se celebrara su Vía Crucis y aun le parecían siglos de aquello, como si la vigilia fuese un juego ritual de sensaciones contrapuestas y cambiantes, cual primavera incontrolada de la vida. Y adictiva a su pasión voluntariamente deseada.
Buscó las instantáneas del Crucificado de San Pedro en el interior de la Catedral, a hombros de sus hermanos y se interrogó por los años en que el Cristo de la Misericordia salió del primer templo de la diócesis, de la Iglesia Madre convertida en el Arca Perfecta hasta que se produjera la reapertura de la Basílica de los nazarenos blancos del Miércoles Santo.
Recordó los últimos meses y pensó en el consuelo, en la certeza de que aquel hombre al que no conoció, ya descansa junto al Padre. Las cofradías, eso lo sabía bien, las conforman, configuran y les otorgan vida las personas de mirada limpia frente a la devoción que los arrebata.
Supo que era su año, el de la Misericordia, el mismo en que recordar y homenajear al Hermano Mayor que se fue y a la memoria de quien van dedicadas estas líneas.
