En contadas ocasiones, las cofradías te ofrecen la oportunidad de reencontrarte con alguien a quien conocías de otra faceta de la vida. La mía con Miguel Ángel de la Torre proviene de otro lugar, de un centro de estudio donde compartimos clases y teología en un tiempo no muy distante.
Quizá sea por ello, que pasados los meses, me decida a escribir -no para adentrarme en la interioridades de la corporación que ahora gestiona, dino para elevar u pensamiento que ronda la necesidad de ser expresado-. Pues a nadie debería escapar el hecho de que recibir el encargo de reconducir una situación de este tipo no es, precisamente, un regalo.
Sin embargo, si algo pude comprobar durante un lustro de mi vida es que Miguel Ángel es una persona firme, decidida, comprometida y con unas convicciones profundas y determinadas. Probablemente, tal determinación le haya llevado a aceptar este complejo encargo (no he podido hablar con él y preguntarle) y a asumir el rol más desagradecido, de los muchos que existen en una hermandad, como supone ser la imagen visible a la que cualquiera se siente en derecho de atacar.
Opinar es un ejercicio de libertad, más o menos responsable, pero legítimo. Discrepar es imprescindible para avanzar pero el ataque, continuo y de mil formas pierde la nobleza y engrandecer a quien lo soporta con la cintura exacta de la templanza. Se acerca el Domingo de Ramos y, sin embargo, la gestora ya ha ganado el Jubileo que habrá de ser refrendado cada día, en cada detalle para que la hermandad vuelva al espacio que nunca debió abandonar.
Blas J. Muñoz
Foto Eva María Pavón