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domingo, 7 de febrero de 2016

La Feria de los Discretos: Entre oropeles y mamarrachos


Vivimos una primavera adelantada. La crudeza del invierno aún no se ha hecho presente. A este paso quizás este año brille por su ausencia. El pueblo continua con su tenue latido. Los días se alargan y sin darnos cuenta las vísperas de los días grandes cada vez están más cerca. El miércoles de Ceniza será el punto de partida para una cuenta atrás soñada durante todo un año. Los triduos, quinarios, septenarios, funciones principales se irán sucediendo por los tempos del pueblo como preparación a la Semana más Santa de todas las semanas, y que culminará con el gran gozo de la Resurrección. 

Serán días donde las casas de hermandad volverán a bullir. Jornadas de limpieza de enseres y ajuar de pasos e imágenes. Reparto de papeletas de sitio y cabildos de insignias. Ensayos de costaleros donde la trabajadera volverá a descansar su peso sobre la cerviz de seres anónimos, o al menos deberían de serlo. Partituras que volverán a ser leídas y repasadas por músicos, para sacar todos sus acordes matizados con el sentimiento entre los aromas del incienso y azahar las noches de Nisán.

Por las calles se volverá a sentir esa fragancia tan familiar de los días de cuaresma. Olores a azahar, a incienso, a cera, al igual que en las cocinas de nuestras casas el ambiente se perfumará con esencia de limón, matalahúva, adobo, acelgas o espinacas esparragas con rojo pimentón, viandas que aún se mantienen fieles a la tradición de los días que se avecinan.

Preparación para conmemorar algo grande y para lo que también tenemos que prepararnos interiormente. Es tiempo de meditar hacía lo más profundo de nosotros y tratar de acercarnos a Dios. Por mucho que asistamos a misa, ya sea en cultos de nuestras cofradías como en otros actos cultuales ajenos a las mismas, si de verdad no comprendemos el por qué lo hacemos todo quedará en los externo y superficial. Por mucho traje oscuro y medalla que llevemos al cuello, todo será una farsa y una comedía. El hombre, como humano, comete pecados y el cofrade, como hombre que es, y aunque forme parte de la iglesia, también peca por activa y por pasiva. 

La soberbia y el orgullo pueden traicionar nuestro ego. La satisfacción del trabajo que realizamos en nuestras cofradías, para mayor honra de nuestros titulares obviamente, puede traicionar nuestro subconsciente y creer que nosotros lo hacemos mejor que nadie, dudando de lo que puedan hacer otros, que de seguro habrán empleado el mismo tiempo y trabajo que nosotros. Muchos piensan que lo que hacen, en materia de patrimonio, elaboración de arquitecturas efímeras y laboriosos altares de cultos, composiciones de bosques de cera en los pasos de palio, exhornos florales, buen hacer del personal que sirve a nuestra cofradías, para los menos ilustrados costaleros, capataces y músicos, son la perfección suma, por lo que está muy por encima de lo que otros, a los que consideramos inferiores, hacen con igual trabajo que nosotros.

Tanto es así que solo miramos por nuestros propios intereses y nuestras propias corporaciones. Lo de los demás no vale y como lo que hacen es tan nimio, no dudamos en trasladarnos Guadalquivir abajo para deleitarnos con las excelencias de las cofradías de la ciudad hermana, en la que por cierto, no todo el monte es orégano.

Las cofradías y la Semana Santa no son una competición para ver quien lo hace mejor. O al menos no lo debe de ser. Las corporaciones cofrades, y todos los que la integran, deben de ser servidores a la Iglesia a la que pertenecen. No debemos de dejarnos llevar por la soberbia y la prepotencia, porque aunque creamos que estamos honrando a Dios y a su Madre con nuestro trabajo, solo estamos traicionando los preceptos para los que ingresamos un día en una hermandad y cofradía.

Quintín García Roelas








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