Blas J. Muñoz. La noche de aquel viernes lo devolvió a la ciudad y a su anochecer intenso de Vía Crucis y actos que hablaban de una percepción integral de la ciudad. La misma que días más tarde habría de perderse por su enjambre de Callejas sin más nombre que el del Cristo de la Salud.
Caminó recordando cada esquina, cada rezo, cada golpe sordo infinito del tambor ronco que anuncia su llegada, la muerte envuelta en incienso que te plan el alma y miran a la noche en su temor atávico, en la letanía ancestral de un recogimiento natural ante el escalofrío de tantas noches concatenadas.
Enfiló Claudio Marcelo y giro de improviso para descubrirse junto a un altar en mitad de la judería. El frío caía irremisible y los balcones parecían agarrotados por la inclemente noche. Sobre los antiguos cantos, la humedad parecía desmentir la inminencia de la primavera.
Alzó la vista al cielo y, en mitad de la oscuridad sin luna, creyó intuir una voluntad de incienso que lo transportaba al rostro del Cristo postrado a hombros de sus hermanos, tan mortales como Él, pero en su divinidad resurrecta se hallaba la clave de la esperanza de quienes lo acompañan en el penúltimo momento.