Comenzará a despuntar el sol por el horizonte mientras el frío mañanero desperece los trinos tardíos que permanecen intactos en las incipientes copas de los árboles que la primavera aún no ha tenido tiempo de cubrir. Se abrirán las ventanas con esa inseguridad infantil que ni el mejor de los pronósticos meteorológicos es capaz de convertir en certeza hasta que la misma mañana en la que Andalucía estrena sonrisa el palio de nuestros sueños cumplidos se vista de azul raso, indiscutible e inmaculado. Alguien despertará al resto de la casa con una pequeña e intensa nube de incienso y tal vez una marcha especialmente escogida para el instante más hermoso del año. Una vez más, el momento en que el anhelo se precipita frente al altar de nuestras emociones habrá llegado para atravesar la frontera de los sueños y comenzar a convertirse en vivencias.
Probablemente nada será como habremos imaginado, por más que nos afanemos en reproducir casi idénticamente, aquello mismo que hemos previsto en virtud de esa realidad incuestionable que supone, que en cada Semana Santa, todo lo que parece igual se transforma invariablemente en único e irrepetible. Porque irrepetible es el momento en que se abren las puertas del Cielo para que la cruz de guía de las Penas de Santiago se abra camino por la calle del Sol, o el preciso instante en que el olivo de San Francisco cruza el arco que separa la calle de la Feria de esa catedral que se construye cada primavera entre los muros de su Compás infinito, o cuando la niña morena que tallase Cerrillo tiñe de magia y felicidad una Cuesta que más allá de la buganvilla, sería una más si su presencia no la convirtiese cada Domingo de Ramos en un pedacito de Gloria o ese silencio denso que se palpa con la punta de los dedos cuando el Cristo de la Salud avanza poderoso por entre las callejuelas de nuestra historia pretendidamente olvidada o cuando la Paz convierte la Merced en el mismísimo Paraíso.
Porque la Semana Santa es precisamente eso, una maravillosa mezcolanza que deleita los sentidos, evoca emociones y alimenta el alma profunda que anida en las entrañas de Andalucía, una fragancia inconfundible que se expande por los rincones de nuestra idiosincrasia y una verdad insustituible que es Fe y tradición, arte y espiritualidad, una manifestación sublime de nuestra verdadera esencia, una alegoría de nuestra propia naturaleza, una evidencia de lo que realmente somos.
Cuando la luna inabarcable de Nisán gobierne en la madrugada del Martes Santo y el palio azul infinito de Santa María de la Merced acaricie con sus bambalinas la oración insustituible que florece en el Colodro, o cuando la Estrella difumine sus varales entre la devota inmensidad del barrio que ya solamente tiene una Reina o se tiña de nubes de incienso y miserere el alma profunda de la Córdoba de San Rafael, entonces, solamente entonces, el universo de la fantasía habrá extendido sus alas de recogimiento y plenitud para desterrar el letargo que se arremolina en las miserias de esta ciudad cainita que niega su grandeza y martiriza sistemáticamente su legado, para concederle un pequeño instante de soberbia, que se evaporará paulatinamente a medida que las calles experimenten esa eterna metamorfosis de la capa al esparto y del exceso a la exactitud.
Será cuando agonice la Semana Santa y comiencen a adormecerse las esquinas de nuestra existencia, cuando cerremos los ojos para evocar en un silencio imposible, cada segundo intensamente vivido y alimentar el deseo que empezará nuevamente a descontar, casi inconscientemente, un nuevo rosario de lunas rumbo a una nueva Semana Santa…
Guillermo Rodríguez
Foto Jesús Caparrós