Estoy absolutamente convencido de que muchos de los lectores habituales del Cirineo, el auténtico, no el usurpador de color Podemos, seguidores y detractores, estarán esperando hoy una particular visión del pasado Miércoles Santo, vivido bajo la túnica nazarena y el análisis de lo observado, tal y como viene ocurriendo cada miércoles siguiente a la Semana Santa. Y a fe que les voy a hablar del Miércoles Santo de la Paz pero no desde el punto de vista que esperan unos y otros. Si no hubiese acudido a la misa de nazarenos celebrada en Capuchinos el miércoles pasado, probablemente lo hubiese hecho, pero aquella mañana conocí a una persona que me llegó tan hondo que en estos momentos y a pesar de los días transcurridos, me resulta imposible hablarles de otra cosa que no sea lo que sentí al escucharle. Por eso no les voy a hablar de bandas ni de cortejos manifiestamente mejorables, ni de capataces ni de palios con estilos alterados, ni siquiera de la incompetencia de algunos. Les voy a hablar de otra cosa muy diferente…
Llegué tarde al Santo Ángel, como es habitual en mí en eventos de estas características, suelo llegar de los últimos y marcharme de los primeros, seguro que muchos me entienden. Así lo hice una vez más y cuando llegué, la ceremonia había comenzado. Dos sensaciones contradictorias me invadieron en un primer instante, por un lado la satisfacción de comprobar que Capuchinos sigue estando a reventar en días como este, a pesar de la gran cantidad de personas, de hermanos, que incuestionablemente ya no sienten el ánimo necesario para acercarse a Capuchinos como antaño lo hicieran y por otro la melancolía de recordar aquellas misas de nazarenos que se perdieron para siempre, inmediatamente anteriores a la salida, con Capuchinos inundada de túnicas y capas blancas inmaculadas.
Absorto me encontraba en este pensamiento, cuando comenzó la homilía. El sacerdote que hablaba anunció de dónde venía y a qué se dedicaba. Venía de la República Centroafricana y ejercía la labor de misionero. Les mentiría si les dijera que este planteamiento en sí mismo llamó mi atención más de lo imprescindible. A lo largo de mi vida he coincidido con multitud de personas que ejercen esa encomiable labor y he escuchado muchas veces sus vivencias, de manera que tampoco me pareció una novedad aquél inicio, más allá de la curiosidad de que fuese un sacerdote como aquél y no un cofrade, quien presidiese no cualquier eucaristía del año, sino una tan especial y cuyo planteamiento siempre está lógicamente orientado a la estación de penitencia que se va a desarrollar en unas pocas horas. Supongo que fue inevitable, y probablemente este pensamiento fue compartido por buena parte de quienes formaban parte del auditorio conmigo, que me asaltase la idea de que tal vez resultaría un tanto lejano lo que nos fuese a contar aquel cura a pocas horas de vestirnos de blanco, sobre todo considerando la horrible y lluviosa mañana en la que cualquier cofrade medio, llámenme superficial, estaba pensando más en revisar cada cinco minutos la página de la Aemet que en cualquier otro asunto, sobre todo teniendo en cuenta cómo se estaba desarrollando la semana, meteorológicamente hablando. Nada más lejos de la realidad, bastaron un par de minutos para que el monólogo me enganchase por completo, pocas veces he sido testigo de semejante maestría a la hora de ligar materias que a priori no parecen tener mucho que ver entre sí.
El sacerdote nos habló de cuando había sido invitado el día anterior a rezar ante el Humilde Rey de los Cielos ya subido en su paso y nos reveló cuál fue su pensamiento instantáneo en aquel momento. Como quiera que el mundo había vivido el horrible atentado de Bruselas unas horas antes y los informativos ocupaban buena parte de su tiempo en hacernos copartícipes de la tragedia, el sacerdote nos contó que cuando vio a Jesús de la Humildad y Paciencia, una imagen que personifica el abandono y la traición, el instante en que Cristo es despojado de sus vestiduras, de todo aquello que tenía como ser humano menos de su dignidad, para ser crucificado, lo primero que se le vino a la cabeza fue la imagen de una de las supervivientes del terrible atentado saliendo de una de las estaciones atacadas prácticamente sin ropa porque la onda expansiva se la había arrancado literalmente del cuerpo. Nos recalcó que la vigencia de la advocación que representa es absoluta en estos tiempos de odio, de muerte y de terrible violencia que nos ha tocado sufrir. Este mismo fin de semana hemos sido testigos de otro atentado más abominable si cabe, porque han sido los niños el objeto de la ira de estos animales genocidas que pretenden acabar con todos los que no son como ellos. Nos contó que hoy son miles los cristos que son humillados, golpeados, despojados y asesinados en cualquier parte de mundo. Nos relató la historia de una niña de catorce años que junto con otras decenas, fue raptada, arrancada de su seno familiar y llevada a través de la selva durante días de penuria con una carga de más de treinta kilos sobre su cabeza, obligada junto con las demás a caminar hasta caer literalmente muertas, reventadas como animales de carga y cómo pensaba en ellas cuando lo hacía en los costaleros que pasean a su Titular por las calles cada Semana Santa. Nos explicó cómo esta niña, después de sobrevivir a este dramático caminar, fue entregada a un guerrillero para que abusara de ella y la tratase como a basura, cómo era torturada cuando no se sometía a los deseos de su captor y cómo fue abandonada y tirada como un vaso de plástico después de haber sido utilizada durante años. Nos habló de un fotógrafo de prensa que con su labor se ganaba la vida en Siria, que fue objeto de un atentado en el que perdió uno de sus ojos y cómo tuvo que vender su cámara, su bien más preciado, para poder pagar la necesaria cura de sus heridas y cómo ahora sobrevive, por llamarlo de algún modo, en un campamento de refugiados en la isla de Lesbos, entre el fango y la pobreza más absoluta. Puso algún ejemplo más en su increíble homilía y por más que parezca imposible, lo hizo sin recurrir en ningún momento a artificios de ningún tipo ni al drama forzado, créanme que en ningún momento tuve sensación alguna de que estuviese recurriendo a la tragedia facilona, solamente a la realidad, pura y dura, con toda su crudeza, la que él vive cada día, en la que es testigo de cómo esos miles de cristos son martirizados por el sencillo hecho de ser personas. Y nos rogó que cada vez que mirásemos a Jesús de la Humildad a los ojos, cada vez que le enfrentásemos en su paso, viésemos a todos estos cristos que sufren, lloran y mueren en cualquier rincón del mundo y que tanto necesitan de nosotros... y obremos en consecuencia.
Y para terminar, este maravilloso orador, que para entonces tenía cautivados a todos sus receptores, nos contó, como una sencilla anécdota, que una de las primeras cosas en las que reparó cuando llegó por vez primera a uno de los poblados en los que ejerce su labor, fue en el comportamiento de las mamás gallinas que viven asilvestradas por las aldeas, que al detectar cualquier tipo de peligro, si no disponen de ningún lugar en el que meter a sus polluelos para salvaguardarlos, abren sus alas y bajo ellas los cobija para protegerlos de todo peligro y cómo pensó en ellas cuando contempló a la Virgen de la Paz en su paso vestida con su manto de salida, porque Ella es la Madre que cobija bajo él a sus hijos para protegerlos de todo mal, para que nunca les pase nada. En ese momento, todo el auditorio, todo el templo, que más que nunca se había convertido en iglesia, esbozó una sonrisa. Dense cuenta que logró hacernos sonreír después del dolor inabarcable que nos había trasmitido, con esta maravillosa metáfora, tan hermosa y divina como inmensa en su sencillez con la que nadie regresó a las piedras de Capuchinos con un mal sabor de boca sino con una sensación de Paz, de verdadera Paz. Estoy plenamente convencido de que nadie regresó a su casa del mismo modo en que había salido aquella mañana, de un modo u otro, todos fuimos diferentes desde aquella homilía.
Este hombre, este sacerdote, este hombre extraordinario, se llama Juan José Aguirre y es Obispo de Bangassou, casi nada, y les garantizo que bastaron aquellos escasos veinte minutos para que mi corazón entendiese su grandeza infinita y su humildad impresionante y para que mi alma se abriese de par en par como estoy seguro que le ocurrió a cuantos allí estábamos escuchando. Hombres como él representan a la auténtica iglesia, a la verdad con mayúsculas, a quienes realmente ofrecen su vida día a día por salvar a la humanidad… hombres como él hacen que pueda decir con orgullo que me siento cristiano, porque son el espejo en el que debemos mirarnos y el ejemplo de cuál ha de ser nuestro caminar cotidiano.
En aquel momento, después de lo que había vivido y secar mis incipientes y emocionadas lágrimas, sólo fui capaz de musitar una frase… muy, muy bajito… “a ver quien es capaz ahora de llorar porque llueva en Semana Santa…”, y salí a la calle con el corazón pleno de las cosas importantes y el alma rebosante de luz, de fe, de armonía y de esperanza en que algún día sean hombres como éste quienes gobiernen los pasos de la humanidad… porque ellos son los únicos capaces de convertir en paraíso este miserable sumidero en el que hemos convertido el planeta. Les garantizo que nunca he vivido una estación de penitencia como la del miércoles pasado porque Monseñor Aguirre trasformó aquella jornada única e irrepetible en un Miércoles Santo de verdadera Paz y Esperanza.
Guillermo Rodríguez