Desde el mediodía, las tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: "Elí, Elí, lemá sabactani", (...). Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: "Está llamando a Elías". En seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber. Pero los otros le decían: "Espera, veamos si Elías viene a salvarlo". Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu. Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron. Mt 27 45-51
Llora el crepúsculo de Nisán a las puertas de San Pablo inundándose la primavera de oscuridad y penitencia. En el instante supremo del holocausto, el grito del Rey del Cielo retumbó en nuestras almas clavándose en los corazones… "Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has abandonado?".
Y hasta tu Divina esencia pareció por un instante ser incapaz de abarcar el significado de aquella locura. ¿Cómo asumir que aquellos que viniste a salvar de las garras del averno, te martiricen por miedo a lo desconocido y odio al diferente? ¿Cómo el propio Padre permite este horror y parece abandonarte? ¿Cómo no vamos a cuestionar nosotros, simples ovejas de tu rebaño exactamente lo mismo ante el mal del mundo, ante las guerras y el hambre, ante la muerte y la destrucción en nombre de miles de dioses perecederos? El cielo se apagó; El sol desapareció tras el azabache de las nubes sometido a la tempestad del drama y la tierra entera clamó dolorida entre truenos y relámpagos de furia. El mismo Dios expiraba en brazos de la desesperanza.
Y entonces Tú, el Hijo del hombre, Cristo Dios vivo, encontraste entre la inmensidad de la tiniebla la mano del Creador, y te aferraste a ella para huir de este maldito mundo de muerte… y del mismo modo intentas alumbrar con el faro de tu Palabra nuestra humilde caravana en el desierto de la duda y la impotencia, para que seamos capaces de agarrar su mano poderosa que nos aleje de esta horrible tormenta en que habitamos, y nos conduzca al Paraíso…
Llora tu suerte la luna,
la tragedia se consuma
porque muere el Hijo-Dios.
Fuerte sopla el viento
y apaga el rescoldo
que conserva el sentimiento,
enterrando el más Grande Tesoro
en la alfombra del desierto.
El último aliento
huye de tu orilla,
terminó el padecimiento…
y se adentra en otro mar la quilla
del mejor de los veleros.
En tus manos encomiendo
mi espíritu castigado
y emigrante de tu Reino;
quiero volver a sentirme a tu lado
y beber de tu venero.
Guillermo Rodríguez