Blas J. Muñoz. El sol brilla más y el azul es más azul cuando los primeros sones del metal anuncian el momento esperado. No es la procesión de un colegio -La Salle, en este caso-, como tampoco lo es la de María Auxiliadora en unos días o lo fue la de la Divina Pastora recientemente. Se trata del asombro renovado, de las ganas, de la ilusión, de la vida que retoma su pulso al son de un tambor, entre la mecida de los costaleros, en la potencia de la Imagen que te busca y te llama una mañana de domingo en la mitad justa de un mes de mayo en que la primavera agita la sangre como savia nueva que fluye con ímpetu.
San Juan Bautista está en la calle y los niños, seguramente, lo contemplan con admiración. Aun sin ser conscientes plenamente de ello, como un modelo de vida, en una época en que los referentes cayeron y a veces parece que solo restaran las ruinas de una sociedad marchita que caducó en la postmodernidad.
Cada marcha cobra más protagonismo e importancia que la anterior y la ciudad se mira en este bullir de actos piadosos que, no son un anacronismo, sino la constatación de que sus moradores siguen en su búsqueda. El plus, ese algo más que los hace reconocerse en un acto, tan sencillo y tan complejo, como el paso efímero de una procesión.
Quién sabe si tuvimos la suerte de crecer en una generación que conoció tarde los centros comerciales donde el ocio se estandariza. Quién sabe si nuestra forma de sentir consiguió que no viéramos estos actos como un hecho lúdico y sí como una oportunidad de completar nuestras vidas. Un modo de vida que comprende la fe heredada como un regalo, una oportunidad, una bandera y una certeza. Un don que, cada salida procesional actualiza y completa. La vida entendida desde el prima de las cofradías.
Fotos Jesús Caparrós