Blas J. Muñoz. Hay un recuerdo de domingo por la tarde en mitad de una Cuaresma que siempre regresa. A mitad del camino de la vida -nunca sabemos en qué parte de ese sendero estamos-, el costalero siente sobre sí un momento de luz, de madurez sobrevenida, de comprensión profunda de su trabajo y percibe como todo surge con una naturalidad que no se enseña en ninguna escuela.
Levantá tras levantá, chicotá tras chicotá, el paso se convierte en la nave mística que portará al Hijo de Dios o a su Bendita Madre y el hombre que asió con sus manos el oficio, por primera vez, entiende toda la dimensión del mismo. Un universo compartido con veinte, treinta o cuarenta compañeros más. Porque si en esa conjugación del verbo lo que está sintiendo no sería.
El ser del costalero en cada ensayo tiene su connotación metafísica, por más que haya quien se empeñe en negarla. Un modo de entregarse a Dios a través de un sacrificio -menor-, voluntariamente aceptado. Y de ello tenemos la suerte de ser testigos en un presente vibrante de cuadrillas que así lo entienden, lo viven y lo expresan en cada ensayo.
El último ejemplo lo tenemos en la cuadrilla del Corpus de la Estrella que dirige Rafa Giraldo. Un capataz y unos costaleros que trazan, en cada ocasión, las líneas perfectas de la utopía idílica del costalero. La misma que nos llevó hace años a sufrir de mármol a mármol, a buscar la actualización del oficio allá donde estuviera. Y, ahora, en cada levantá, en cada chicotá, en cada orden... todo se va encontrando camino de la utopía soñada.