Blas J. Muñoz. Hace seis años, mientras no podía evitar mis lágrimas, las mismas que tantas veces fueron de frustración y Andrés Iniesta me regalaba el sueño Shakespeariano de una noche de invierno en el cono Sur, alguien me dijo la única cosa que nos faltaba.
Después nació Marcos y en el intermedio de sus manos una pulsera hizo realidad lo imposible ¿lo recuerdas, a que sí? Y casi me mató contra aquel sofá cantando el gol de mi equipo, el que nos subió a primera y me dio la noche más extraña de las que he soñado porque era realidad que estábamos entre esos a los que llaman grandes.
Después regresó Xavi Hernández al Arcángel y seguí manteniendo esa máxima de que no ha habido un futbolista más grande. Un jugador como los de Fitzgerald, pero sin ínfulas de ser un perdedor en todas las facetas de la vida. Nos metieron ocho los hijos de su madre y hasta soñé con ver a mi equipo, tan chiquito, arrancándole un trozo de piel a otro enorme y tan de blanco que le sacaban brillo a su inútil copa de Europa. Las copas las ganan los que jamás ganan.
Y ahora la novena sinfonía la escribe otro ser humilde, sin tatuajes ni medios a su alcance para loar cualquier nadería y hacernos creer que Dios existe en el deporte. Porque para mi es Él que Es y a mi como a todos nos bautizó en la iglesia de un pueblo más grande o más pequeño. A Dios nadie lo ha visto y, tal vez, fuera de la sección de Deportes de un telediario este aguardando que engañemos su sinfonía, como ya lo hacen muchas de nuestras cofradías.