Esther Mª Ojeda. La profunda devoción que la ciudad califal profesa desde hace siglos a la Virgen de los Dolores la ha hecho merecedora del título de “Señora de Córdoba”. Las constantes visitas a la imagen sin la que no podría entenderse nuestra Semana Santa, las largas filas de fieles que abarrotan la blanca Plaza de Capuchinos cada Viernes de Dolores y los múltiples azulejos con la cara de la Señora que adornan los balcones cordobeses son la prueba de la larga tradición que la vinculan a Córdoba convirtiéndose en parte indiscutible de su esencia.
Tanto es así, que en ocasiones resulta extremadamente fácil asumir la presencia de la Virgen de los Dolores como una constante desde los mismísimos orígenes de la ciudad, haciéndonos olvidar por ende que Ella también tiene los suyos propios configurando una historia llena de anécdotas. Así en ocasiones, resulta tal vez demasiado sencillo olvidar que la devoción por la Señora vino de la mano de la Virgen de las Lágrimas en su Desamparo, actual titular de la Hermandad de la Misericordia y que por aquel entonces era popularmente conocida como los Dolores Chicos. Sin embargo, la hermandad terminó considerando que la expresión de la bellísima dolorosa de San Pedro no se ajustaba a la advocación que representaba, motivo por el que se encomendó al escultor Juan Prieto la hechura de una nueva Virgen de los Dolores. Dicho encargo resultó en un primer intento fallido, pues la imagen salida de sus gubias tampoco fue del agrado de la corporación, de modo que no fue hasta el año 1719 cuando San Jacinto vio por fin llegar a la que se convertiría en uno de los símbolos más importantes de Córdoba.
Desde entonces, no han dejado de circular las múltiples historias y acontecimientos en torno a la Virgen que parece haber presidido su sede desde tiempos inmemoriales, erigiéndose majestuosa desde la altura de su camarín con esa dignidad que la caracteriza, viendo pasar generaciones de fieles que a lo largo de los años y a través de los distintos contextos históricos mantuvieron viva una devoción sin precedentes en la ciudad y que ha quedado grabada en las obras de Julio Romero de Torres – “La Consagración de la Copla” y “La Saeta”, quedando esta última reproducida en el famoso azulejo que decora la fachada de San Jacinto – o en la tradición que tantas veces nos ha hecho imaginar a Manolete rezando frente a la Virgen de los Dolores.
Sin embargo, hace tan solo algunos meses que salía a la luz una fotografía inédita, hasta entonces oculta en el Archivo Histórico de Viana, que nos mostraba a la Señora como nunca antes la habíamos visto: sin ese típico rostrillo con pedrería, tan inherente a su estilo – solo equiparable al de la dulce Virgen de las Tristezas del Remedio de Ánimas – y que nos dejaba por primera vez ver el cuello de la Virgen de los Dolores. Sin duda se trata de una imagen absolutamente sorprendente que la corporación no dudó en compartir para una feligresía acostumbrada a contemplarla, asimismo, con la diadema que suele recorrer su frente y que en esta fotografía tan enigmática, restringida a un período comprendido entre 1897 y 1898, nos mostraba a la Virgen también sin su habitual color negro al que habían venido a sustituir con el manto celeste conocido como “de las palomas” y la saya roja.
Todo un descubrimiento que vino a recordarnos el latente y remoto pasado de nuestras cofradías, tan imprescindible para entender su evolución y demostrando una vez más que, afortunadamente, aún queda mucho por saber.
Tanto es así, que en ocasiones resulta extremadamente fácil asumir la presencia de la Virgen de los Dolores como una constante desde los mismísimos orígenes de la ciudad, haciéndonos olvidar por ende que Ella también tiene los suyos propios configurando una historia llena de anécdotas. Así en ocasiones, resulta tal vez demasiado sencillo olvidar que la devoción por la Señora vino de la mano de la Virgen de las Lágrimas en su Desamparo, actual titular de la Hermandad de la Misericordia y que por aquel entonces era popularmente conocida como los Dolores Chicos. Sin embargo, la hermandad terminó considerando que la expresión de la bellísima dolorosa de San Pedro no se ajustaba a la advocación que representaba, motivo por el que se encomendó al escultor Juan Prieto la hechura de una nueva Virgen de los Dolores. Dicho encargo resultó en un primer intento fallido, pues la imagen salida de sus gubias tampoco fue del agrado de la corporación, de modo que no fue hasta el año 1719 cuando San Jacinto vio por fin llegar a la que se convertiría en uno de los símbolos más importantes de Córdoba.
Desde entonces, no han dejado de circular las múltiples historias y acontecimientos en torno a la Virgen que parece haber presidido su sede desde tiempos inmemoriales, erigiéndose majestuosa desde la altura de su camarín con esa dignidad que la caracteriza, viendo pasar generaciones de fieles que a lo largo de los años y a través de los distintos contextos históricos mantuvieron viva una devoción sin precedentes en la ciudad y que ha quedado grabada en las obras de Julio Romero de Torres – “La Consagración de la Copla” y “La Saeta”, quedando esta última reproducida en el famoso azulejo que decora la fachada de San Jacinto – o en la tradición que tantas veces nos ha hecho imaginar a Manolete rezando frente a la Virgen de los Dolores.
Sin embargo, hace tan solo algunos meses que salía a la luz una fotografía inédita, hasta entonces oculta en el Archivo Histórico de Viana, que nos mostraba a la Señora como nunca antes la habíamos visto: sin ese típico rostrillo con pedrería, tan inherente a su estilo – solo equiparable al de la dulce Virgen de las Tristezas del Remedio de Ánimas – y que nos dejaba por primera vez ver el cuello de la Virgen de los Dolores. Sin duda se trata de una imagen absolutamente sorprendente que la corporación no dudó en compartir para una feligresía acostumbrada a contemplarla, asimismo, con la diadema que suele recorrer su frente y que en esta fotografía tan enigmática, restringida a un período comprendido entre 1897 y 1898, nos mostraba a la Virgen también sin su habitual color negro al que habían venido a sustituir con el manto celeste conocido como “de las palomas” y la saya roja.
Todo un descubrimiento que vino a recordarnos el latente y remoto pasado de nuestras cofradías, tan imprescindible para entender su evolución y demostrando una vez más que, afortunadamente, aún queda mucho por saber.