Muchas son las veces en las que se menciona la imperante necesidad de fomentar y llevar a cabo la formación desde dentro de las hermandades. Más o menos las mismas en las que cae en saco roto al quedarse en el aire tan solo como una idea que ya se pondrá en práctica…o no. Y la realidad es que esa formación que nunca acaba de llegar es cada vez más y más urgente. Algo muy evidente que se puede percibir incluso con un mínimo sentido crítico.
Cada año la Semana Santa deja en nuestras retinas una gran cantidad de escenas que, lamentablemente, hemos asumido como normales. No porque lo sean, sino porque “a la fuerza ahorcan”. Posiblemente, la más habitual es la de los “niños” que piden cera. Y digo “niños” porque son innumerables los que continúan haciéndolo con una edad más entrada en la adolescencia que otra cosa. Y cuando no, son incluso los propios padres los que, servicialmente, se ofrecen a hacerlo en su lugar.
Es probable que, en ocasiones el espectador que observa este suceso tan recurrente, se pregunte por qué el nazareno en cuestión acceda a tal petición cuando, al menos en teoría, ha sido previamente avisado de que no deben hacerlo ya que se está haciendo una estación de penitencia. Puede que incluso haya quien se pregunte por qué ese determinado diputado de tramo que lo presencia no llama la atención sobre ello, pero es que esto pasa con tantísima frecuencia que, tristemente, quizá sea por puro y mero hastío.
En la otra parte están, por así decirlo, los responsables de los niños que, incansablemente, repiten día tras día este gesto tan desconsiderado con los cortejos procesionales. No se me ocurre otro motivo para que esto siga sucediendo que la “necesidad” de tener a los más pequeños erróneamente entretenidos, quienes incluso llegan en ocasiones a arrancar directamente algún que otro trozo del cirio. Un hecho que cualquiera reconocería como habitual a pesar de lo incomprensible y absurdo del mismo.
En la misma línea, encontramos esos auténticos convoyes formados por cochecitos. Algo que puede llegar a ser entendible en lugares más o menos espaciosos y sin grandes aglomeraciones, pero bajo ningún concepto lo es que esto ocurra en calles como Deanes o la Cuesta del Bailío, primera y fundamentalmente por una cuestión de seguridad, tanto de los niños como del resto de personas. Eso cuando no se utilizan como instrumentos para obstaculizar el tránsito deliberadamente para así “coger sitio”.
Y con las mismas, podríamos girar la cabeza de nuevo hacia las personas, en uno u otro lado, que consienten o no desisten de ir sin despegarse un solo segundo de los niños de la comitiva desluciendo la misma y pasando totalmente por alto que la hermandad ya se ha encargo de asignar a alguien la responsabilidad de estar pendiente de sus necesidades así como de cualquier imprevisto que pueda surgir a lo largo del recorrido.
La lista podría no acabar nunca, pero no puedo dejar de mencionar a esos nazarenos, de edad indefinida, que se levantan su cubre rostro para saludar efusivamente olvidando el anonimato y, de nuevo, la penitencia. O incluso los propios penitentes que forman en su trayecto verdaderos corrillos de debate entre otras cosas. Por no mencionar la perdida y bella costumbre de algunos espectadores de levantarse al paso de los titulares. También los que parecen no poder evitar acercarse hasta los pasos simplemente para tocar los respiraderos o cualquier otro elemento, en una muestra de devoción en la que, a pesar de no ser malintencionada, hay que ser consciente de que ese detalle no se reduce a una sola persona y esto, asimismo, se traduce en un deterioro acelerado del patrimonio artístico.
Me anticipo a pensar que a priori, todo lo citado parezca una espiral de quejas acumuladas y sacadas sin ton ni son. Igualmente sé que erradicar esas conductas llevaría mucho tiempo y eso solo en el caso de que no sea una utopía pese a estar apoyada en una lógica que no debería requerir argumentación alguna.
En definitiva y retomando el tema inicial: sí, es absolutamente necesaria esa repetida formación. Sin embargo, antes de nada, antes incluso de criticar el comportamiento de los pequeños, cabría hacer una reflexión para ver que quizá sus actos no son más que un reflejo, el resultado del ejemplo que los mayores les están dando porque la educación se adquiere en casa. Lo cual me sitúa en la conclusión de la que tantas veces y con tanto acierto me hablaba una gran amiga cuando me decía que la clave estaba en la “reeducación”. La reeducación de esas personas que con el paso del tiempo fueron restando importancia a unas normas elementales sin las que, sin embargo, todo pierde su razón de ser. Una reeducación absolutamente necesaria para evitar seguir teniendo que reeducar a generaciones posteriores por la normalizada ausencia del respeto y la seriedad.
Esther Mª Ojeda