Hay quien nunca se cansa de polemizar, de crear división, de mantener frescas las que empiezan a ser viejas, eternas y cada vez más absurdas luchas. Unas luchas que siempre toman como punto de partida la propia denominación del objeto de discusión: ¿deberíamos llamarla “Mezquita” o “Catedral”? Parece forzoso que haya que tomar una de ellas como la única designación válida y aceptable y el simple rechazo a elegir una u otra puede convertirse en motivo más que sobra para creerse con derecho a indignarse y soltar una retahíla de argumentos – a cada cual más infantil y envenenado – que legitime a solo uno de los dos términos. Como si por utilizar indistintamente “Mezquita” o “Catedral” hubiese que avergonzarse y exponerse a ser sermoneado por cualquiera que quiera calificarte de ignorante e incluso de fundamentalista.
De ahí pasamos a otras discusiones igual de manidas como el cobro de la entrada, sobre el que por cierto los más críticos se olvidan con asombrosa frecuencia de que los cordobeses entran gratuitamente en las visitas diurnas. Del mismo modo, quizá tampoco interese recordar que la entrada no se caracterice precisamente por ser libre en otras tantas catedrales ni en cuantiosos monumentos cuya gestión no está ni mucho menos en manos de la Iglesia.
Pero al margen de eso hay quien incluso se atreve a decir que el espacio catedralicio erigido en el interior de la Mezquita es poco menos que una aberración artística, alegando para ello que “antiguo” no es sinónimo “valioso”. Posiblemente esas personas no hayan reparado en los innumerables detalles del coro, ni en los del Altar Mayor o los lienzos que lo completan, por mencionar algunos.
Esa desafortunada afirmación se apoya asimismo en la rotura de la estética, de la joya que conforman las arcadas y las múltiples columnas y que se vio, al parecer, tristemente alterada con los agregados cristianos, cambiando para siempre algo que antes era único en el mundo por la ubicación y en definitiva por el contexto que lo había rodeado. Pero tal vez, y solo tal vez, esa exclusividad se haya visto aún más reforzada al reunir en uno solo dos templos arquitectónicamente distintos hasta el extremo, como símbolos inequívocos y huellas imborrables de dos religiones que – independientemente de lo mucho que guste o disguste a algunos – forman parte de la historia de la ciudad.
A todas esas protestas – ya convertidas en clásico – solo queda añadir la elevada recientemente con motivo de la exposición organizada por la Hermandad de la Vera-Cruz y denominada “Eterna es su Misericordia; la Vera-Cruz en la Diócesis de Córdoba”. Una iniciativa más que suficiente que alguno parecía estar deseando para reabrir la vieja discusión con la que emprender nuevos ataques, cobijándose en la razón de un supuesto fundamentalismo amén de otras justificaciones que no pretenden sino encontrar en dicha exposición – a la que por cierto nadie está obligado a asistir – un pretexto para insistir en el mismo debate de siempre, trillado y tedioso a partes iguales.
Esther Mª Ojeda