Siempre resta un momento para la soledad. La misma que es
distinta para cada uno, que no tiene paliativos, que nos ayuda a introvertirnos
en el ser a través de la materia. Así, el Viernes de Dolores nos trae decenas
de actos repartidos por la ciudad en que fieles y devotos se exponen a la calle
para buscar el preludio latente que se reza en los templos. Y, en San Agustín,
está Él. Abajo, delante del paso, a los pies de su Madre.
Cada Viernes de Dolores su cofradía nos trae el Besapiés del
Cristo de las Angustias para hacer del llanto lejano un dolor inminente, una
pulsión que late fuerte y más fuerte para provocar, frente a Él, una revolución
de los sentidos, de la piel que roza otra piel con los labios trémulos porque
la gracia –el don- que recibió un solo hombre convirtió la madera en un altar
sagrado, en un ara que invita a rezar con la mirada, como un milagro más que
Dios quiso hacer a través de un ser humano, mortal, enfermo y exhausto.
Nadie sabe, ni puede saber qué sintió Juan de Mesa en
aquellos últimos días de su existencia, mientras tallaba el Yacente que
asemejaba una paradoja perfecta de su vida extinta. De dónde saco la energía,
la fe, aunque la respuesta está en esa última. En San Martín se veneraba una
espina de la Corona de Jesucristo. Una reliquia que, aseguraban, tenía el don
de otorgar la fertilidad. Seguramente, María de Flores –su esposa- acudiría
cada mañana a rezar por obtener tal gracia que a ella y al imaginero parecía
negárseles. Probablemente no fueron días felices. Y no sabemos si él llegó a ir
a venerarla. Pero sí que le rezó a la manera que sabía.
Más allá del volumen sacro que le imprimía a la madera, la
espina que la Virgen de las Angustias lleva en su mano; el poro imperceptible
hundido en la piel de su Hijo muerto; nos recuerda que cada Besapiés no es
preludio, sino una punzada en la arteria viva que sangra ante una realidad tan
humana, tan divina, tan doliente como esa espina que se clavó en la mirada de
Juan de Mesa.
Blas Jesús Muñoz