Se bajó del tren con aire despistado, acariciando un sobre timbrado con una extraña heráldica barroca en su chaqueta arrugada.
Mediaba ya la tarde del domingo de Ramos y había subido al AVE después de poner mil y un excusas a una novia de zapatos cuadrados, gafitas cuadradas y melenita cuadrada, que se quedó en el loft del Madrid antiguo maldiciendo a tirios y troyanos, creyendo que a su pareja –que ya frisaba los 40- le había dado un ataque de atavismo.
Caminó por la puerta Osario y descubrió la ciudad que se abría al milagro, que le devolvía a su auténtico ser.
Algunas semanas antes, en una mañana fría de marzo, había encontrado en el buzón una carta que le despertó una sonrisa. Un amigo de otro tiempo le había enviado la papeleta de sitio de la hermandad de su niñez.
Pasaron los días y creció la ilusión de cuaresmas desempolvadas; el cielo limpio de Guadarrama se convirtió en atardecer aljarafeño y el viernes de Dolores escapó del estudio de arquitectos para sacar un billete de tren a los desvanes de su memoria…
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Recordatorio La Firma Invitada: Miserere a mi Dios Caído