Nunca tuve tiempo de
arrepentirme. Ni lo tuve ni lo quise y, ahora, ya es tarde. Tampoco es menos
cierto que este puñado ínfimo de años me ha traído a alguno de mis mejores
amigos, pero también a gente que nunca quise conocer. La culpa no es de las
cofradías. Ellas trajeron lo bueno, lo malo siempre está acechando una noche
turbia a la vuelta de cada esquina sin necesidad de nada.
No están leyendo un artículo
existencial. No es un balance. No es un resumen. Se trata más bien de un
anticipo, de contar verdades que todos claman a voces en la barra de un bar –de
una taberna como por estas tierras gusta en llamarse-, pero que nadie puede
escribir para no empañar la hipocresía limpia que viste las hermandades de
personajes que nunca debieron ser, por más que la metafísica celeste se empeñe
en darles un sentido (para afirmar que alguien merezca la pena debe existir su
contrario porque la negación como tal no es). Para que nos entendamos, cuando
nos cruzamos con un personaje que, por cualquier motivo, nos repele para darnos
cuenta de que es así, antes hemos conocido a otros personajes que nos atraen.
Ya les digo que es un anticipo de
lo que vendrá y de cuanto se debe contar para que las infamias, por miles de
veces que se repitan, no dejen de mantener su condición. Porque en dos años –o
más- he escuchado muchas que, por comadreo de escalera o programa de sobremesa,
no hacen sino demostrar que, las cofradías (en la mirada limpia de un niño, en
la piel de quien se acerca a ellas por primera vez, en el gusto de quien solo
le interesan en Semana Santa), por fuera son la alegoría perfecta de un
sentimiento, fe y modo de vida. Por dentro, las interioridades de su tramoya
conforman una amalgama insalubre que, de vez en vez, expulsan hacia fuera la
mala sangre.
En demasiadas ocasiones, al que se le llena la boca diciendo lo cofrade que es no alcanza el rango de ese ser ansiado. Más bien, intenta acaparar una proyección que no ha encontrado en otros estratos de la sociedad y, en su hábitat, se insufla de poderío cual pavo real para, una vez fuera de él, no hacer notar lo que dice ser porque –fuera de nuestro territorio comanche- parece que las hermandades no son algo de lo que presumir.
Y, en parte, no lo son por
nuestra culpa. Nos hemos convertido en reflejo de nuestros dirigentes –o ellos
en el nuestro-. Y actuamos como un espejo de lo que vemos a las tres cuando el
telediario dispara noticias repetidas de ayer. Nos movemos en un fango en el
que se cuchichea con los pies metidos hasta las rodillas en su légamo. Nos abrazamos
con quien anoche (con un gintonic en la mano) era objeto de nuestra sorna.
Llenamos las redes sociales con agravios que, dichos a pie de acera, nos
costaría una pelea de lo más barriobajero. Y, después, aunque nuestra
ignorancia sobre algo sea manifiesta, qué más da, criticamos de forma furibunda
a fulanito porque no entra en nuestro juego ni conviene a nuestros intereses.
Y eso último, cuando se enquista,
ya no tiene remedio y seguimos adelante en el callejón sin salida de nuestra
sinrazón hasta que nos llega la oportunidad de demostrar nuestra valía.
Entonces todo cambia. Y repetimos lo que tanto criticamos a nuestro antecesor,
pero sin dejar de nombrarlo, culparlo y someterlo a escarnio. Así justificamos
nuestra incapacidad.
Esto pasa en quienes “dirigen” la
Agrupación de Cofradías. Criticaron lo que hoy hacen y siguen culpando al
anterior presidente del hambre en el mundo ¿Les suena a estrategia política?
Lean las noticias del Ayuntamiento y vayan después a la hemeroteca.
El próximo Cáliz concretará este
argumentario con hechos porque está visto que el silencio ni calma ni ayuda a
mantener limpia la imagen. Tendremos que seguir en política, aunque su acepción
contemporánea resulte demasiado peyorativa.
Blas Jesús Muñoz