Dicen que el primer macareno fue el Cristo de la Sentencia y el último, cualquier recién nacido al que su padre o su abuela le han colgado en la cuna la medalla de la Virgen. Porque la respiración de la Macarena, la que hace temblar las mariquillas, se siente desde el primer instante, ser macareno se lleva en el ADN o en la sangre de color verde.
Desde aquellos primeros hortelanos hasta hoy, miles y miles de personas sintieron la llamada de esa mirada en la que están quienes le han dedicado la vida entera. Son muchos. No cabrían ni en una enciclopedia. A algunos les conocemos. Ahí está Juan Manuel, enamorado, y Joselito, que le regaló las esmeraldas donde late su corazón. Está Victoria que la metió en su cama para protegerla. Ahí está Manuel Gamero que la arregló como nadie, o Pérez Calvo que le hizo el pellizco de la frente, o Antonio o Pepe Garduño que la hermosearon tanto como para que dos artistas internacionales, José Luis Medina y José Víctor Rodríguez Caro, al ser preguntados por quién era la mujer más elegante del mundo no dudaron en decir: La Macarena.
De Ella fueron Reyes e Infantas y Doña María que iba a verla cuando llegaba a su tierra amada. Hasta un rey de Jordania, Hussein, entró en su camarín. El Papa vive en Roma pero a Ella la escolta Roma, el Melli, el Pelao, el Mono, Pepe García, Fernando Vaz, Ignacio Guillermo: la centuria invencible.
Ramito le puso las flores, Fernando Marmolejo que le hizo su habitación y su manto, Esperanza Elena le bordó, Gómez Millán le dibujó, Cayetano González le repujó y Arquillo la sanó.
Para la Macarena nacieron poetas como Villalón, Rodríguez Buzón, Caro, o los Quintero. Muñoz y Pabón le regaló una pluma para escribirle «te quiero» en la saya. José Hernández Díaz hizo de la Virgen teología del arte. Con la Macarena quiso encontrarse García Lorca aquella Semana Santa que estuvo en Sevilla, y Antonio Gala que cuando se asoma al balcón de la calle Feria para verla venir, le percibe el cansancio de las ojeras. Alberti encontró versos en su mirada porque de la Esperanza han sido todos. Incluso Queipo.
Es la Virgen de los placeros, de Manolo García, la de los humildes y los poderosos, la de de la mujer de los callejones que iba a echar medios días de lavado a casa de Antonio Burgos y la de Eva Perón que lloró cuando la tuvo enfrente, la de la Banús que le daba cuanto tenía. Era la Esperanza de Marín Vizcaíno: la de la Esmeralda que le cuenta sus amores secretos, la de las vecinas que le traen las sortijas de la madre recién muerta, la de las casas de los Alba, Osuna y Medinaceli que la enjoyaban con los mejores brillos de sus cofres.
Es la Virgen del General Bohórquez, de Zubiría, de Miura, de González Reina, de Távora, de Muruve, de Pablo Romero, de Sainz de la Maza, de Orellana, de Cabrero, de Santiago Álvarez, y de Juan Ruiz. Con la que sueñan sus priostes, Mena, González de la Bandera, Borjabad, Pedro García, Fernandito, el niño de Marmolejo, Jerónimo.
La asalariada de Juanita Reina, la que escuchaba saetas de Marta en la calle Parras y de Caracol en el balcón de los Candiles cuando se asomaba con Lola Flores. La Virgen de María Isabel, su camarera eterna, la Virgen que pone firme a Luis León, la de Antonio Santiago, la de los Loreto a la que le redobla en sueños Pepe Hidalgo. La que emociona a Eduardo Saborido, a la que le reza Javier Arenas, la que va a buscar Pepe Caballos, la de sus pintores, la de sus donantes, la de su juventud, la de sus nazarenos, de sus veteranos, la de sus costaleros, la de su coral, la de su asistencia social, la de Abelardo, la del gorrilla que la ve cada mañana...
Dios mío, cuántos y cuántos nombres se quedan en el tintero. Todos componen el verde oculto de sus pupilas, porque los hijos de la Esperanza tienen sangre verde, corazones verdes y hasta corona de espinas verde. Como la que rodea la frente su hijo, el Gran Poder, que también es macareno.