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martes, 27 de mayo de 2014

La Voz de la Inexperiencia: El Auxilio de tus brazos


He cambiado mi manera de ver la vida, y es que, os aventuro, que verla a través de un filtro de ojos verdes mejora mucho la interpretación de la misma. 

No pude disfrutar de la salida extraordinaria de la Macarena, jubileo macareno, pero sí tuve un sábado ‘jubilar’, así lo voy a llamar, por el goce de las costumbres, por la tradición y por tantos instantes admirables que pude disfrutar. 

San Juan Bosco hacía su salida tras haber acabado la misa en el patio del colegio Salesianos, el órgano aún enunciaba algunas notas musicales, esa melodía acompañaba la mecía de las flores por el aire, aire que jugaba entre lazos celestes, niños que “bebían los vientos” al mirar hacia arriba buscando su auxilio, y allí estaba Ella, escoltada por el mimo de su familia salesiana, por la inocencia, por la pureza de ese azul. Allí estaba Ella, bajo una cortina de color cian, aclarado por nubes blancas que despreocupadas se entremezclaban con el cielo, cielo que impregnaba el suelo de auxilio de terciopelo, terciopelo que abrazaba las estrellas de su corona. 


Allí estaban ellas, madre e hija, esperando su llegada con un ramito de claveles, celeste y rosa, rosa y celeste. La niña que agarrada a la pierna de su madre no la deja dar un paso firme, he de decir que a mí también me temblarían las piernas antes de hacerle una ofrenda a la Madre Salesiana, y ese quejío que torna la cara de aquella muchacha, un dolor agradable, quién lo diría, aún no ha salido de cuentas, pero ese bebé ya es hijo de su madre y su madre es hija de su Madre, y la niña que acaricia la barriga de mamá. “Ya está tu ramo engalanando a la Madre Auxiliadora”.

Entre toda esta ternura, estabas tú. Tú que no quieres creer pero que haces milagros con tu sonrisa, tú que no confías pero predicas convicción, tú que dices no conocer el amor del prójimo pero que amas como nadie, tú que no sabes el sacrificio de nuestro Señor pero me das la vida en cada abrazo, tú. 

Tú me has hecho creer que se puede confiar en el amor que desprenden los abrazos. Ojitos negros, debilidad, anegados en lágrimas, mejillas sin el más mínimo rastro de pintura, no hay máscaras que valgan, con los párpados pesados, las pestañas empapadas, escuchando tus preguntas, tus temores, con mis labios sellados, apretando las manos, no, no y no. Pero para eso ya es tarde. La negatividad que imperaba en mí la destrozaste en mil pedazos, rompiste mis esquemas acurrucándome en tus brazos, y –al menos- hoy quiero decirte que todo está en orden, que el sol ha salido y las nubes no regresan, que cada quien tiene un Salvador, y escuchó Él mi Oración, por eso estás aquí, tú, para recordarme que hasta el agnóstico, puede traer La Paz a la vida del prójimo. 











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