La historia de Farfán es la de un
músico de espíritu inquieto, inconformista, contestatario y reforzado con
seguridad por un carácter fuerte que no dejaría indiferente a nadie. Ya en su primera
época de creación musical, finales del XIX, avisaba de su talento, entonces en
progresión y pendiente de explotar treinta años después, sobre los años veinte
del siglo XX.
A él se le atribuye, con
justicia, la innovación en la marcha procesional. Fue el verdadero
revolucionador de un género que se había afianzado ya a esas alturas, primer
tercio del siglo XX, con composiciones de carácter sobrio, grave, sin olvidar
algunos ejemplos puntuales de marchas alegres con cierto aire rítmico,
especialmente en hermandades de gloria.
Pero él llevaba en su ADN el gen
innovador. A cada marcha que escribiera, tenía que sacar a relucir su espíritu
avanzado y su mente abierta con gran visión de futuro. Concebir hoy día en el
contexto de la Semana Santa un acompañamiento musical con marchas alegres, con
cornetas y tambores, de aire jovial y extrovertido, brillante y triunfal, es
fácil. Nadie duda de ello. Nadie entiende la Semana Santa sin ese contrapunto
musical tan propio.
Pero en los años veinte el
escenario era bien distinto. Mientras que los repertorios se hacían con marchas
como “Amarguras” o “Soleá dame la Mano”, aparece Farfán y su bohemia, para dar
lugar a una serie de obras completamente distintas, inusuales, inéditas en sus
expresiones. Todo se concentró en apenas dos años: 1924 y 1925. El bienio
clave, como se ha convenido en llamar. Dos años sustanciales para entender el
legado musical de Farfán y sus consecuencias. En 1924 nace “Pasan los
Campanilleros”; y en 1925 una trilogía de primer nivel, por si fuera poco: “La
Estrella Sublime”, “La Esperanza de Triana” y “El Dulce Nombre”, la que nos
ocupa.
Farfán era un visionario. Si en
aquel primer tercio la Semana Santa experimentaba una redefinición de los
modelos artísticos (bordados, pasos de misterio, palios, imaginería…) la música
no iba a ser menos y tenía que someterse a aquella metamorfosis. Para ello, qué
mejor manera que dotar a la celebración de una música letífica. ¿Por qué no?
Exteriorizar ese sentimiento profundamente popular que lleva a gala la Semana
Santa. Por eso Farfán anda sobre los cimientos de aquel movimiento regionalista
que queda perfectamente reflejado en sus marchas, como “El Dulce Nombre”.
“El Dulce Nombre”, dedicada a la
Virgen del Dulce Nombre de Sevilla, es el ejemplo de marcha airosa y rítmica,
sin necesidad de dotarse de acompañamiento de cornetas. Mientras algunos hoy se
atribuyen el mérito de haber hecho marchas de marcado acento rítmico, y sin
cornetas, como Abel Moreno, conviene recordar que muchas décadas atrás, Manuel
López Farfán ya había transitado aquella senda y además, con mayor talento.
En ella su autor emplea a fondo
los recursos rítmicos y de percusión de la banda para imitar el movimiento de
un palio, amén de elegir un instrumento tan exógeno a la formación como eran
las ocarinas durante un pasaje y por supuesto el ya probado coro, usado en
predecesoras (caso de Pasan los Campanilleros).
Esta marcha lleva el sello
vanguardista desde el primer compás hasta el último. Nada en ella es
convencional. Todo distinto, en diseño y en melodía, con apuntes exóticos, como
las ocarinas, que están previstas en la partitura, obviamente, pero no son
óbice para que la marcha pueda tocarse por la plantilla normal de una banda de
música sin necesidad de participación de este instrumento.
Su introducción es brillante y
valiente. La melodía recorre una línea rítmica realmente curiosa y rara,
pudiéndose advertir ya el roce de las baquetas con aro, en clara simulación del
sonido que produce bambalinas con los varales del palio. La introducción ya
inserta la tonalidad mi bemol mayor, extraña para el género de la marcha,
dotando a la composición de unas armonías inusuales, nada convencionales, con
colores muy especiales.
La exposición del tema, en mi
bemol menor, se hace sobre una melodía de clarinetes serena y característica.
Las frases se repiten en piano y fuerte. cuando en su desarrollo vuelven a
intervenir las baquetas sobre aro, haciendo acto de presencia las llamativas
ocarinas que hacen un singular efecto musical. Tras el pasaje con ocarinas,
irrumpe la banda en fortísimo y se retoma nuevamente el tema principal con
mayor adorno instrumental.
En el trío, en mi bemol mayor,
aparece la parte coral, a cargo de tenor y coro, que reproducen la melodía
principal sobre una letra donde se hace alusión a la Virgen del Dulce Nombre.
Un pasaje intermedio, en do menor, conduce a la reexposición de la misma frase
de tenor y coro, pero en fuerte, llevando directamente la composición hasta su
final.
Farfán a la enésima potencia. Un
autor, un compositor, que se permitió distintos caprichos, porque quería
renovar el lenguaje musical de la marcha procesional y lo consiguió. “El Dulce
Nombre” es una muestra de ello.
Mateo Olaya Marín