Sigo confiando en la sociedad porque así me hizo sentir un anciano canoso, bajito y con bastón el pasado viernes.
Esperaba en la estación cuando un hombre que pasaba con creces los sesenta años decidió hacerme compañía. Como todo adulto, recibió al principio el mayor de mis respetos, no era simple inercia, aquello era fruto del saber de sus años, de la historia de su espalda curvada, frente a la inexperiencia de una muchacha de diecinueve años de edad. Aquel día fui yo la obsequiada con semejante presencia.
Recorría la plataforma, que queda por encima de las vías, algo desesperado, no puedo decir agitado, pues sus piernas, ya torpes, no se lo permitían. El bastón se hacía cómplice de aquella inquietud, ya hacía resonar la barandilla, que golpeaba el suelo o acariciaba de alguna forma extraña el culete de algún niño que por delante pasaba.
Ya se levantaba, ya se sentaba, no conseguía mantenerse quieto más de un par de minutos. Qué esperaría ese anciano con semejante ansia. No tuve que hacerme esta pregunta más de dos veces, él mismo, llamando mi atención me hizo saber que esperaba a una señora. Sin ánimo de retarlo, lo miré a los ojos, vi entonces las arrugas de sus párpados, la lenta mecía de sus pestañas, el peso de los años, y una ruptura con todo lo anterior, el brillo de sus pupilas como si fuera el verano del sesenta y ocho, como si estuviera esperando donde la conoció, como si tuviera la fuerza necesaria para cogerla en brazos y sacarla del mar. Sus ojos brillaban como si la media sonrisa macarena fuera sonrisa completa.
Y así me deleitó, con sus idas y venidas de las escaleras al banco donde me hallaba sentada, “niña, ¿quedará mucho?”, “niña, que mi reloj no avanza”, yo estaba perpleja, con un gesto de admiración, casi boquiabierta, “niña, ¿a quién esperas? Ahora cuando llegue, vienes y me lo presentas, tengo que decirle que te cuide, una mocita como tú ya no se encuentra”. Sonreí, sonreí como si fueran palabras enunciadas por mi abuelo, y es que por un momento, a ojos de las demás personas que esperaban como nosotros, yo fui su nieta.
Y llegó ella arrastrando su pequeña maleta, a él le tocaba tirar de su bastón y de su pierna derecha, pero ninguna de sus limitaciones le impidieron llenar de besos la carita de su amada. Los besos más sinceros no entienden de lugares, entienden de momentos, la estación aquel viernes bien podría haber sido la puerta de una iglesia al terminar una ceremonia de boda, enlaces que no necesitan de papeles, de invitados, de lujos o galanterías, yo fui testigo de aquella unión aquel día.
Los vi alejarse, lo vi a él cansado tras la espera, intentando ponerse erguido para estar a la altura de las circunstancias, y miré tras de mí, te vi. Tenía el presente abrazándome por la espalda y los sueños de un futuro caminando de la mano a escasos metros de mí. Tenía todo lo que necesitaba en aquel momento, abrazos, besos y caricias. Y fue así como vi alejarse a mi abuelito, con los ojos entornados lo miraba y con una sonrisa que todos los días la quisiera, de tu mano pasé por su lado, sin dejar de observarlos. Amor en cada esquina, como si el presente se reafirmara sobre el futuro ansiado, firmé entonces contigo un trato que desconoces y que sellaste con un beso sin leer la letra pequeña. Consiste en intentar ser algún día, aunque sea por un momento, los abuelos de unos nietos para que entiendan que el amor no conoce impedimentos.
María Giraldo Cecilia
Recordatorio La Voz de la Inexperiencia: El Auxilio de tus brazos