Fueron otros días cuando veía amanecer al salir de la trabajadera, de la quinta exactamente. Se escuchaba el solo silencio que cabalga entre la Verdad y la nostalgia de saber que un capítulo más concluía, justo antes de llegar a San Lorenzo. Fueron otros días, cuando la noche ya era una certeza tensa del último episodio de la Semana que no admite más cansancio que el de la emoción llevada hasta su límite privado, justo antes de llegar a la Compañía.
En esos momentos, de multitud silente mientras la Imagen avanza firme y decidida hacia su casa, el costalero se perpetúa en su especie, saltando a la memoria todo cuanto se ha vivido. El costal sigue en su posición, como si aguardase presto como cualquier otro utensilio de trabajo, como la palabra del consiliario, la voz del saetero, la túnica del nazareno.
Seguramente, hasta el momento de vestir el hábito anónimo -enlutado o diáfano-, si antes no se ha hecho, al costalero le falte por sentir la realización última del cofrade, que no es otra que la de abandonarse de su imagen personal, de los rasgos que lo hacen reconocible como persona para tornarse en mera luz del camino. Probablemente, el costalero no lo haga conscientemente y llegue a ese momento.
Sin embargo, tras ese instante que señala el epílogo, la mirada se tornará turbia y se reconocerá en el recuerdo aquello que sobra, que es la parte prescindible del teatro efímero, el apéndice innecesario del que los profetas de la limpieza de sangre se nutren para airear su putrefacción y al que los modelos henchidos se abrazan para tacharte de su lista con ribetes rojos y gualdos.
Hasta que ese momento llegue, un día te darás cuenta -de vuelta a casa- que ya te has quitado el costal. No lo verás con los mismos ojos con que lo preparabas antes de salir. Lo mirarás como se observa una foto de la infancia perdida. No habrá más que decir. Solamente, el tiempo en que el recuerdo es el presente habrá llegado. Al año siguiente puede que seas de los que se visten la túnica, pero no habrá nadie como yo para aplaudirte, tampoco hace falta porque es una obligación autoimpuesta. Los abrazos ya no serán tan efusivos ni repetidos a la Cuaresma siguiente, pero ganarán en autenticidad. Y vendrá quien pretenda darte una lección sobre el oficio que alguna vez tuviste en suerte y que nunca dejará de serlo.
Entonces, sonreirás y guardarás silencio con el pensamiento puesto en aquel día en que regresamos con el costal en la mano.
Blas J. Muñoz
Recordatorio El cáliz de Claudio: Prefacio de la Cuaresma