Blas Jesús Muñoz. Nos vimos más de una vez, bajo la luz contraída de una capilla tenue, tal vez mudéjar, en la que resaltaba la tersura de tu piel de niña. Eras, en aquellos días, una ilusión alegre de expectativas y nunca dejaste de serlo. Hubo besos, sonrisas y confesiones, entre los nervios mal contenidos que hacían temblar el pulso en la mitad justo del ser. Había mucho de inocencia y, jamás, me arrepentiré de ello.
Ahora que los años marcan tanto la distancia de aquel pasado sigo postrado ante ti; ante la juventud atesorada en el cofre secreto de tus suspiros que son tan leves que caen como un susurro en mitad de la noche, mientras duermes y no te apercibes. Ante aquella mirada que vio mi propia juventud perdida, tan hermosos y malditos, que te pregonó una vez, cuando los días aun eran atardeceres naranjas llenos de promesas por cumplir y nada parecía poder impedirlo.
Nunca elegimos el mismo día para salir de la mano a las calles inmortales de la ciudad. Y siempre, una parte de mí quedó en San Pablo, mientras la otra habita en la Compañía. No sé si alguien lo supo, pero sé que Tú siempre me entendiste. Algo acabó aquella noche, cuando creía que todo estaba empezando. Algo de mi es tuyo para siempre niña, algo que es más de lo nunca acertaré a comprender y que, sin embargo, ahora me haces comprender. La juventud que perdí la gané en experiencia, mientras Tú siempre la conservas para recordarme lo que alguna vez fuimos, lo que siempre serás, mi Virgen del Rosario.