Entraba la Fuensanta al Patio de los Naranjos y, ante el paso, la imagen del capataz nos devolvía una vez más a las últimas décadas de historia del mundo del martillo en el porte, siempre elegante, de Javier Romero. Así como en el andar certero del paso y en el trabajo del resto del equipo, donde Lorenzo de Juan era otra pieza importante.
Siempre nos quedará la salida de septiembre, la que se intentó quitar y que, ahora, se erige como tradición sin mácula. Da igual, no es pecado rectificar y sí una muestra de sabiduría, aunque ésta sea forzada. Al menos, cuando llegué el día de la Patrona podremos volver a deleitarnos con la figura de Javier ante el paso y, aunque no lo crean, seguirá siendo la penúltima vez en que veamos al capataz.
Un capataz que ha tocado los mejores martillos y que ha marcado una época, demostrando que la elegancia delante de un paso es parte intrínseca a la estética procesional. La Magna nos ha legado, entre otras, la certeza de que los grandes capataces lo son en cualquier circunstancia, ante cualquier situación.
La penúltima imagen del capataz nos lleva a las puertas del tiempo en que, buena parte de nuestras cofradías, se sumirán en el letargo de unos meses que mitigarán Carmen y Tránsito, pero que retomará en septiembre la instantánea que nos dejó la Fuensanta, pero en esta ocasión, alrededor de su Santuario,más con la figura del hombre, que dirige a otros hombres, enarbolando los suelos de una ciudad que demasiadas veces insinúa y, las menos, afirma.
Los años avanzan, pero aun hoy podemos asistir a acontecimientos que hablan por sí mismos de una forma especial de hacer las cosas, de las maneras en que nos descubrimos siendo parte de algo más grande que nosotros. De los días que serán parte de la narración nostálgica en el futuro.
Blas Jesús Muñoz
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