Blas Jesús Muñoz. Ardieron las redes sociales, la
mensajería instantánea y, con ellos, los aficionados al carnaval que
bien llegaron de su mano o bien lo santificaron en un recuerdo que,
ahora, vuelve al presente. Regresaba quien nunca se fue porque sus
coplas quedaron como el poso de cada acción del cofrade que se posa en
el horizonte que, cual antítesis sabinera, queda atrás.
Regresaba un comparsista como regresan los toreros o los
capataces, Que nunca dejan de serlo por más que el tiempo, en su
demencia interesada, se atañe en olvidar lo inolvidable. Y regresan
aunque se vayan, aunque no los rectifiquen o los cesen y se aparten a un
lado, al de la generosidad más compleja que consiste no sólo en la
prudencia, sino en perdonar lo imperdonable con magnanimidad que no se
halla al alcance del simple mortal.
Y así vemos nuestros días en que el ego, la voz más alta
que otra, es la que asegura martillos, llamadores o puertas que se
cierran a cal y canto. Mientras el saber estar cae en la barrena
enfangada de tiempos pasados, en un anacronismo incauto de a quien le
enseñaron a hacer las cosas de una sola manera, la manera real, sincera,
la que no se lleva.
Así lo han vivido Rafael o Fernando. De esa manera en que
el capataz toma el segundo plano de la escena donde los primeros no son
más que los actores que se afanan en buscar el papel protagonista.
Regresan los cambios como una creencia exacta de que las cofradías -o
algunas de ellas- necesitan hacer de los cambios virtud que no trae,
desde la distancia emocional, sino la sospecha de defectos maquillados.
La Paz, como decía El Viejo Costal, pierde la oportunidad
de ser especial con una tercera generación de capataces. No es la
primera oportunidad que pierden la ciudad y sus cofradías. No es una en
particular, sino su mayoría anuente la que pierden trenes, maneras y
roles que sólo hablan de actor es secundarios. Las cofradías - algunas
de ellas- pierden gas en el momento crucial...