Uno es un jartible de esto de
las Cofradías, ya lo sabe. Hace un par de días escuchando marchas de bandas de
cornetas –en pleno agosto, sí, ya me conoce…-, encerrado en mi micromundo, me
di cuenta de que me estaba agarrando a la mesa del escritorio como si de la
madera del paso de mi Cristo se tratara. Poco después tuve la oportunidad de
visualizar un vídeo grabado desde una de las famosas Go-Pro en un ensayo del
misterio de una Hermandad de Vísperas sevillana, y volví a tener esa sensación de
necesidad de revivir aquello con mis hermanos del Amor, de hecho lo compartí
con un compañero de costal y su reacción fue decir que nos llamaran locos si
hacía falta, que nosotros sabíamos lo que se disfruta. Si me sigue usted con
frecuencia sabrá que me estrené bajo las
trabajaderas el pasado Viernes Santo, y desde entonces un extraño veneno
recorre mis venas.
Reconozco que antes de ponerme el costal y la faja tenía ciertos recelos
sobre el mundo de los de abajo. Pensaba que había demasiado de afición en
perjuicio de la devoción entre los costaleros, coleccionando ensayos y
distintos pasos en los que salir como quien colecciona estampitas de pequeño.
Nada más lejos de la realidad, aunque haya puntos negros en el gremio, como en
todos los demás. Y es que he aprendido el gran valor espiritual y evangelizador
que posee la trabajadera. La madera de un paso es un perfecto instrumento de
devoción y entrega a unos Sagrados Titulares. Cuando uno se agarra a ella como
inconscientemente yo hice con la mesa, y como normalmente se hace bajo un paso,
estamos aferrándonos a lo único que tenemos seguro en esta vida, que es Jesús. Ser
los pies de Dios supone un gran sacrificio, tanto físico como de privación de
pasar tiempo con la familia o en otros menesteres. Pero, por encima de todo, encierra
una magia tan particular que es absolutamente imposible de percibir si uno no
se ha fajado. Es un veneno, como decía, que comienza a circular por el alma
cofrade en el preciso momento en el que suena la Marcha Real al salir el paso
correspondiente. Permanece en latencia durante las pocas horas del año en las
que el peso de Dios recae sobre las espaldas del hombre. Pero en el preciso
momento en el que el paso se encierra, comienza a hervir haciendo sentir esa
extraña sensación de necesidad de tocar palo, como se dice en el argot del
costal.
Quizá no sea el artículo con más contenido que he escrito, ni tampoco el
más largo, pero sentía esa necesidad de compartir con usted esa bonita anécdota
que le relataba al comienzo del texto. Conviene recordar, a mí el primero, que
quizá hay que ponerse en la piel de cualquiera al que se critica –en el aspecto
más positivo de la palabra-, antes de hablar más de la cuenta. No podía
imaginarme el embrujo que encierra el mundo del costal, pero una vez vivido
desde dentro… bendito veneno, bendita locura. ¡Que llegue pronto enero!
José Barea.