Blas Jesús Muñoz. Cuando leí la parodia no pude evitar esbozar una sonrisa y, más allá de lo meramente anecdótico, no les puedo negar que acaricie la idea con cierto agrado, con un regusto agridulce que transita entre las ganas de huir o quedarme para siempre, como si de una antítesis sabinera se tratase.
¿Se imaginan un día en el que estuviese prohibido hablar de bandas, contratos o preacuerdo? ¿Se hacen a la idea de no poder escuchar durante veinticuatro horas ni una sola marcha? ¿Sueñan con olvidar durante una jornada que fueron costaleros, nazarenos o llegaron a llevar una vara? ¿Acarician la idea de que se borraste de su pituitaria el olor extremadamente familiar del incienso?
No pueden. Aunque quisieran tendrían que cortar en seco como el fumador de la nicotina. El alquitrán de las cofradías es de capa espesa, de estrato fuerte, de veneno mortal de necesidad. Pueden estar dos años al margen de todo (como fue mi caso) y, por más que se sientan como un jubilado mirando obras detrás del vallado, siempre recordarán los años en que fueron parte de la obra.
No lo harán -espero- porque fuera más o menos importante ni por su componente de autorrealización personal, sino porque es un modo de vida, una forma en la que expresarse por el camino popular de la fe que es propia. No recaerán porque sea un vicio, sino porque un día sin cofradías supone renegar, aunque sea de forma ínfima, de una parte de uno mismo.