Blas Jesús Muñoz. Durante un periodo de tiempo sostenido he escuchado frecuentemente la expresión de que se ha banalizado la Semana Santa y no les falta razón a quienes lo predican en muchos de sus aspectos. Sería tedioso enumerarlos, pero no es menos cierto que, de vez en cuando, se hace necesario. Aunque ahora no sea el caso. El supuesto hoy se centra en la demonización del costalero y su entorno, como si nunca antes hubiese sido y en los años sesenta o setenta del pasado siglo, los hombres de abajo fueron lo más parecido a San Francisco de Asís.
Tampoco eran ladrones, delincuentes, ni hombres de baja estofa. Sencillamente y por poner un ejemplo, aquellos profesionales tenían la condena en muchos casos de realizar trabajos que nadie quería y que les tocó por azares del destino o por cuna, que en su caso era bastante humilde. Motivo por el cual ni se debe demonizar ni tampoco establecer analogías pretenciosas.
Sin duda, habrá quien diga, o lo piense y se lo calle, que con la llegada de los ensayos el barril de cerveza cotiza al alza en clara diferenciación con la situación actual del petróleo. En consecuencia, de ser cierto este axioma, podríamos ser generosos y ver al costalero como un factor de impacto económico que ayuda al sostenimiento de su ecosistema financiero. Y, puestos a categorizar, miremos al resto de cofrades que, en lugar de rezar en oratorios las noches de los viernes de Cuaresma están donde están y con el vaso largo o ancho.
Es un soliloquio vacío, lo sé. No tiene sentido, ¿verdad? Pues este y otros argumentos se han dado y muy en serio en foros regios (no confundir con los de Internet). Los mismos en que, a finales de los noventa y principios de los dos mil, se satanizaba al cofrade tránsfuga, al que se iba a Sevilla o al que prefería estar en el bar cuando avanzaba la noche de cierta jornada de la Semana Santa. ¿Increíble? Tal vez, pero no por ello deja haber sucedido.