Estas fiestas pasadas, Navidad, Noche Vieja, con el ineludible paso del tiempo, se nos hacen más dolorosas y menos festivas, siempre tenemos el dolor presente de aquellas personas que amábamos y lamentablemente no están con nosotros.
Con la edad, que ya decía, que me está matando, me voy retrotrayendo al más lejano pasado, a mi lejana niñez, y no es que no note la falta de mis padres, de mis tías y otros familiares muy queridos por mi, si no, que no pasa un día sin que me acuerde de mis queridos abuelos, de los cuatro, pero muy especialmente de mi “abuelita” Esperanza.
Esperanza era una mujer de las de antes, si esto vale como definición, que ahora aclaro, vestía casi siempre de negro, la verdad, no recuerdo otro color sobre su cuerpo salvo los delantales, que siempre llevaba y que eran de colores más “alegres”, sobre todo grises.
Mi “abuelita” era grande como la luna, sus brazos fuertes, gruesos, pero capaces de consolar la pena más grande en un corazón pequeño, era una mujer que olía a jabón y colonia, su ropa a alhucema, y que cuando besaba te llenaba de amor, para varios días, y te quitaba de un tirón cualquier mal que te rondase.
Al llegar la noche, me encantaba irme con ella a su cuarto, donde deshacía un moño, eterno compañero, y que tras quitar una cincuentena de ganchillos, dejaba caer una columna de pelo sobre sus hombros, que en cascada bajaban hasta sus piernas.
Se sentaba en el filo de la cama, y con un cepillo, cuidadosamente y pacientemente peinaba, esa larga melena, que solo soltaba una vez al día, esto a mi por aquellas fechas me parecía que duraba una eternidad, era hipnótico ver subir y bajar el cepillo, deslizándose por las ondas de su larga melena.
Mientras yo miraba, ella siempre me recordaba la necesidad de rezar, de rezar a la noche, antes de ir a dormir, y como no, entonaba con una voz llena de ilusión y esperanza “Cuatro esquinitas tiene mi cama….” y entre frase y frase, repetida por mi, ella continuaba peinando sus cabellos, que pacientemente volvían a ser recogidos en el impertérrito moño.
Con el paso del tiempo lo único que cambió fue la oración, una Salve, un Padre nuestro según la edad de este, su nieto.
Era madre de cinco hijas y todas le dieron nietos, alguno de ellos ya fallecidos, no lo viví de cerca ya que mi familia fue destinada a una ciudad cercana y fui condenado a permanecer lejos de ella, pero me juego la cabeza a que todos los nietos, mis primos hoy, rezaron al ritmo del cepillo pasando sobre sus cabellos.
Y ahora, veo como, otra “abuelita” entrañable a los pies de la cama le dice a mi nieta Candela “Cuatro esquinita tiene mi cama…” y yo sonrío en silencio, me acuerdo de Esperanza, y solo echo de menos el sonido del cepillo sobre su pelo, y el olor a alhucema. La enseñanza de ella la veo fiel y exacta, y es que en estas fiestas, solo me alivia el dolor ver otra mujer de las de antes, vestida de color distinto al negro, sin moño, pero capaz de consolar la pena más grande que pueda estar en un corazón pequeño y de la que puedo decir que cuando besa te llena de amor, para varios días, y te quita de un tirón cualquier mal que te rondase.
Ya decía Helen Ketchun que “las abuelas son voces del pasado, y modelos del rol presente. Las abuelas son puertas abiertas al futuro” y estas puertas son las únicas que me hacen más llevaderas estas fiestas. ¡Feliz Año Nuevo!
Antonio Alcántara