Blas J. Muñoz. La ciudad que se fue, pensó. Tarareaba levemente una plegaria. Las noches, y más las de Cuaresma, daban para mucho. Recordó una vieja revista, casi olvidada en un cajón, fue a por ella y la abrió por la página exacta en que iluminaba con si Cruz, la estampa en blanco y negro del Nazareno. Su caminar esbelto, reflexivo, lo transportó a un universo de calles olvidadas.
Cómo serían aquellas primeras procesiones, cuando los devotos se abandonaran al paso de su estandarte, de sus penitentes entregados, del Hombre que anuncia el único camino posible, como un heraldo que se sacrifica por entregar el mensaje definitivo. Cómo sería aquel piso, resbaladizo, sobre el que fluctuaba su caminar hacia lo eterno. Cómo, los muros desconchados de las fachadas que le prestaban su escenario para ser parte de su sombra.
Se preguntó cómo seguir al Nazareno, y la forma en que lo hicieron tantas generaciones antecesoras. Se preguntó cuanto alcanzaría el mayor dolor de su Madre, ahora Nazarena, clamando al cielo con la mirada anclada en la incomprensión. No podía dejar de mirar la fotografía con su áura hipnótica.
Pensó en quienes siguieron aquella Cruz de miles de siglos, regresando al templo que era suyo, desde la capilla siempre propia. Un hogar bajo el surco recio del madero que se clava en el alma como una Cruz de miles de siglos. La mirada del Hombre a miles de hombres.
Recordatorio Donde nace el Azahar: La ciudad que fue