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jueves, 31 de marzo de 2016

Verde Esperanza: Lo intenté, pero...


Créame, traté de tener presente en mi cabeza aquello que siempre digo antes de que llegue el Domingo de Ramos: que hay que disfrutar cada segundo con las Cofradías en la calle, para tratar de almacenarlo en nuestro interior y poder así respirar hasta que llegue la próxima Semana Santa. Lo intenté con todas mis fuerzas, pero una vez más se me esfumó de las manos. No habrá año que no me lo proponga, ni año en el que vuelva a fracasar estrepitosamente.

Incluso hubo momentos en los que quise que los primeros días de la Pasión transcurrieran a paso mudá, puesto que las ansias por enfajarme y ajustarme el costal me podían, y el egoísmo llegaba a cegarme en ese sentido. Ingenuo que es uno, por a caer en los mismos errores una y otra vez. Y es que cuanto más desea uno que llegue el gran día, más rápido se esfuma para navegar hacia el océano del recuerdo, en el que tratar de zambullirse una y otra vez para rescatar simples granos de arena del desierto que es la Semana Santa. Así ha sido, es y será por toda la eternidad, y quien pretenda reeditar esos mágicos siete días de capirotes, tambores y caminares por derecho con salidas extraordinarias, “Cofradías piratas”, o cualquier otro espejismo, no hará más que darse de bruces contra un muro de hormigón armado. Si la esencia de la Semana Santa variara de rumbo lo más mínimo, dejaría de ser tan única e irrepetible como es ahora. La poesía de lo efímero, que decía yo hace un par de semanas.

Quise captar instantáneas con mi cámara, pero lo cierto es que a buen seguro muchas imágenes que bien pudieran haber sido de cartel me volvieron a pasar inadvertidas. Traté de parar el tiempo en el preciso instante en el que un paso de misterio o de palio se elevaba al cielo, pero justo en el momento en el que mi corazón latía, ya sólo me quedaba el consuelo de presenciar cómo se alejaba en su caminar entre el gentío.. Intenté disfrutar de la música de las diversas formaciones musicales que pisaron mi ciudad, o del racheo de las Cofradías de silencio, pero cuando quise darme cuenta, ya era hora de que sonara el Himno Nacional para que la gloria quedara refugiada en su templo hasta el próximo año. Abrí las puertas y las ventanas de mi ser para que la magia de la Semana Santa se filtrara en mi interior, pero ni de lejos eran lo suficientemente espaciosas para que su magnificencia se alojara en este humilde servidor. Puse el alma y el corazón bajo la trabajadera, pero entre el primer y el último suspiro de llamador me sobró aire que regalarle al Cristo del Amor. Ay ese último toque de llamador para que los treinta corazones se posaran en el suelo... entonces y sólo entonces, caí en la cuenta de que ya no volvería a ser sus pies hasta dentro de más de 365 días. Fue en ese preciso instante cuando no quedó más remedio que asumir que todo había llegado a su fin. Me faltaron chicotás, marchas, levantás al cielo y palios convertidos en ascua iluminando las calles. Todo llega y todo pasa, dicen, pero lo cierto es que pasa más rápido de lo que tarda en llegar, que la Semana Santa es tan fugaz como el segundo que transcurre al desprenderse esa gota de cera del cirio de un nazareno y caer en el asfalto. Y es entonces cuando ya no hay vuelta atrás. Ya sólo queda el consuelo del renacimiento de la eterna espera.

Intenté atrapar en la retina cada zancada, cada tallado barroco en madera, cada cambio al son de la marcha, cada tambor que retumbaba en mi pecho, cada sagrada imagen a la que acudía a rezar un año más, como sucede desde que uno gozaba de la inocencia de un niño, pero lo cierto es que aquel paso de misterio terminó por escapar de mi vista sin que hubiere solución alguna más que la resignación. Intenté imitar a la brisa de la recién nacida Primavera que jugueteaba con la candelería hasta el punto de apagar su alma, traté de abrazarme a los respiraderos y varales de plata al son de la dulce melodía de banda de música, y por encima de todo, busqué tu rostro entre tanto aderezo, pero en el preciso instante en que mi mirada se cruzaba con la tuya, y me asolaba un  inevitable parpadeo, ya sólo alcanzaba a ver tu manto navegando al vaivén de los varales. En ese preciso momento, volví a sentir la más amarga nostalgia al comprobar tristemente cómo de la Semana Santa de 2016 ya sólo quedaba aquel último paso de palio de espaldas que se evaporaba a lo lejos entre la multitud. Me detuve en la distancia, como siempre hago, me presigné, y en mis adentros resonaba una inevitable sentencia: Hasta el año que viene, si tú quieres.



José Barea








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