Blas J. Muñoz. La fiesta, la celebración a modo de Octava en honor a Jesús Sacramentado, adelantaba el domingo a la noche del sábado, cuando la Hermandad de la Cena ponía sobre la escena de las calles de Poniente dos pasos, a su propia agrupación musical, a los capataces bajo la Custodia y todo un conjunto de fe proclamada a la ciudad.
Un recorrido que no detendría la noche para amanecer en Capuchinos con los sones de la Esperanza acompasando un cielo radiante que encontraba en cada rincón de la urbe mil razones para proclamar su felicidad. En este caso, con el hilo conductor de la Hermandad del Císter que acercaba al pueblo de Córdoba a Su Divina Majestad inmediatamente detrás del caminar elegante de la Divina Pastora de las Almas. El mismo hilo conductor que se hilvanaba en las cofradías del Perdón, Vía Crucis, Santa Faz o la Fraternidad de la Providencia que se volcaban en la Octava de la Trinidad, o en El Cerro donde la Hermandad del Amor paseaba al Amor de los Amores por los rincones de la realidad del barrio que lo acoge expectante con el brillo poderoso de la fe verdadera.
Desde San Roque a San Juan y Todos los Santos, de nuevo el festejo superaba al tiempo, a los días, para trascender a su propia historia y pasar a formar parte del enjambre de una fe compartida a través de una procesión inmortalizada con los sones de Cristo de Gracia. Y es que la ciudad ya soñaba a música de procesión por todos sus rincones y, en la Consolación, los de la Cena se derramaban en la Octava del Traslado al Sepulcro.
San Fernando, San Andrés y San Hipólito abrieron sus puertas al cortejo de las hermandades de la Estrella, Esperanza y el Buen Suceso y al Sagrado Corazón de Jesús en el día en que Córdoba se había convertido en una carrera oficial infinita que llegaba hasta Cañero para confundirse entre sus gentes y cerrar el telón de una jornada intensa en la Octava de la Presentación al Pueblo. Todo en un puñado de horas intensas para demostrar que la Fe no conoce de calendarios y se derrama por la ciudad a cada instante.