Raquel Medina. Son los pequeños detalles los que a veces dotan de la inmensidad de las pequeñas cosas el rosario de nuestros recuerdos atesorados. Como aquél majestuoso instante en que el representante del mismo Dios en la tierra quiso acercarse a la Madre de Dios a orillas de las marismas otorgándole a la Virgen que habita desde hace siete siglos en las Rocinas la condición de tabernáculo del Hijo del hombre que le conecta con la humanidad.
Por eso hoy, como cada 14 de junio los rocieros recordamos uno de los encuentros más emocionantes vividos en tierras marismeñas. Hace 23 años que San Juan Pablo II se arrodilló ante la maternal mirada de la Blanca Paloma y su Divino Hijo, el Pastorcito Divino.
Como recuerdo nos quedan el balcón que mira a las marismas desde donde se dirigió a los miles de rocieros que allí nos encontrábamos, el retablo de su Santidad, colocado el pasado año en el santuario, obra de Juan Manuel Núñez y la frase que pronunciara el "Papa Rociero": " ¡Que todo el mundo sea rociero!", que son todos ellos pequeños tesoros de la inmensa historia del Rocío.